Track 29: Sobreviniente
Todos saben que el Apocalipsis se produjo un jueves. Y aconteció de un modo horripilante. Es por eso que el Adversario Mayor nos dice que fue un día o una noche como hoy cuando nos convertimos en almas morosas y penantes. Y a esa efeméride nos debemos. Lo que nuestro oscuro Jefe no nos informa aún, ni lo va a hacer jamás, es la fecha exacta en la que sucedió. Quizás para generarnos la ansiedad y la esperanza, dos de los mayores trampas en las que caemos en los tiempos en que somos seres humanos. Ya ahora, como demonios hechos y derechos, o deshechos y torcidos, sabemos estas cosas. Y otras más. Pero no se las vamos a decir, mísero lector. Sufra como lo hemos hecho y lo seguimos haciendo cada tanto desde nuestra parte carnal. Porque algo de humanos nos queda siempre. Y ahora tenemos este escrito insoportable. Dicen que llegado al final, está el secreto. Trate de dilucidarla, usted. Si se atreve. Quizás así salve su alma. O tal vez sea apenas otra trampa del Infierno en el que lo esperamos frotándonos los dedos. Hoy es jueves. Quizás todo empiece hoy.
Sobreviniente
Sospecho
que desde siempre estuvimos escritos. Que ya alguien había planeado cómo sería
nuestro final: tumultuoso y apresurado, como este testamento que transcribo con
rabia para el último de los nuestros. El que de todos nosotros sobreviene, el
que a todos nosotros sobrevivirá.
Pero
esto lo escribí para usted, Constanza, aunque con el tiempo se convirtiese en
carroña de intelecto y artificios de distracción. Este retal de ficción se lo
dicté en alta voz, en aquella nuestra tarde póstuma, mientras usted la marcaba
a birome sobre papel, con la ilusión de transcendernos, de volvernos algo más
que un caprichoso intento por no morirnos así: no en este anonimato, no en esta
desmemoria fatal. Y ahí nos congeniábamos los dos, acostados en un cuarto de
último día, vigilados por una melodía moribunda, repasando acaso la última
representación de mi obra repetitiva: una alegoría que la encuadraba siempre
dentro del mismo resultado de dos puntos final:
«Constanza,
¿Es necesario recordarle cuánto la he buscado?».
Así
terminaba esa narración. Así la firmamos. No sé si me entendió entonces, pero
sé que entonces me quiso. Siempre le halagó mi modo de describirla. Pero
aquella vez, tal vez por ser la última, no supe qué más decir. Tampoco usted.
Para eludir una respuesta desfavorable, o para costear al chirriante silencio,
me propuso usted que le tramara otro texto insustancial. Mas ya no había
tiempo. La tarde nos volvía oscuros y no era así como habíamos planeado gastar
las horas finales. No era justo y nada lo era: Es tiempo de salir en busca de
algún recuerdo —me dijo—, mientras Corrientes fuese todavía una ciudad
reconocible. Justificaba así una excusa para obligarme a acompañarla. ¿Y cómo
negarme a esa idea? Nada era justo y no lo era: Por eso la invité a irnos
juntos, a desafiarnos a despedir el universo allá afuera, donde los restantes
se horrorizaban por el clamor de las trompetas, donde los ángeles de oro nos
acechaban desde su propio desierto gris. No quiero quedarme solo —le dije—,
déjeme acompañarla. Si nada habría en ese refugio que no se marchara, desde el
preciso momento en que se alejara usted.
Me
murmuró que eso estaba muy bien, y con esa mirada de piedra preciosa que me
anudaba el corazón, exigió de mí la siguiente promesa: Fuésemos adonde fuera,
esta historia siempre nos habría de acompañar. Ya estábamos escritos en ella,
ya conformábamos muchas de todas sus partes, y no deberíamos abandonarla nunca.
Al menos, hasta el instante límite en el que ya no la pudiésemos llegar a
sostener. Y yo entre nieblas de signos, pude considerar el riesgo que me
cargaba ése su indisoluble compromiso: Algo en su convicción me alertó sobre el
destino: Pero no me asustó la responsabilidad. ¡Por mi vida!, (me) sentencié.
Mi mano en su mejilla rubricó mi juramento. Y usted no supo cómo seguir.
Tampoco yo. Para desalentar la quietud comprometida, nos levantamos, nos fuimos
moviendo. Pasamos despacio entre los cuerpos mustios que se amontonaban en los
suelos. Para no despertarlos. Para no revivirlos. Para evitar llevarnos en cada
salto de memoria, todas aquellas personas que iríamos a postergar. Era éste
nuestro presente. Dejábamos detrás del pasado dormido, la irresponsabilidad de
un futuro de pesadillas: Nuestros muertos por enterrar, la casa sangrando en
sus escombros y un vacío de abismos aturdiendo alrededor: De todos modos, aún
cargábamos la más crucial de las condenas: A partir de entonces, comenzábamos a
inaugurar nuestra propia despedida.Ya quedaba poco tiempo. Ya no quedaba mucho más:
«Constanza.
No se vaya, preciosa. No me deje aún.»
No sé
si pensé en voz alta. No sé si me escuchó usted detrás de su mirada baja. Mas,
acorralado por las derivaciones de la euforia, deseé que estuviese usted
deseando lo mismo. Pero no supe qué más decir. Tampoco usted. Para no
perjudicar nuestra fortuna, salimos unánimes hacia el escándalo de aquella
verdad que una noche ambos osamos anticipar: Corrientes se desfiguraba, tal
como usted lo había soñado: La calle estaba hecha de hielo, los edificios se secaban,
el sol sangraba en ríos espesos, y ya no quedaban cielos por ostentar. Todo lo
habíamos aniquilado. Y quizás para no pensar en la muerte que nos vigilaba, nos
fingimos como esos ríos que nos rodeaban, y nos seguimos así, fugaces y en
silencio. Tan callando, sentenciados por aquel poeta. A usted le gustaba
Manrique, o eso quería yo. Pero ahora ya no, ya no. Ahora interesaba esa tarde
monstruosa, nosotros en la nada y esta nuestra historia: La tierra se había
vaciado y nada de hospitalario se imaginaba en sus cinco horizontes. Pero
usted, Constanza, estaba conmigo. Y no teníamos miedo: No era el llanto lo que
mortificaba su pecho, ni era la angustia quien empequeñecía su encanto. Parecía
segura de todo, de nada. Aún así, no pude evitar la codicia de protegerla y por
entre la llovizna súbita me animé a buscar su mano: Me gustó que no la
rechazara. Sentí la humedad de su naturaleza en nuestros dedos apretujados. Me
juzgué invulnerable y le sonreí como en una promesa, aunque se tratase de un
acto de alarde ineficaz: Pronto, nada de esto tendría sentido. Con todo, me
obligué a pensar en que aún nos estábamos escribiendo, y en que todo podría ser
distinto.
«Hoy
todo será distinto —le dije —acaso porque ya no habrá un mañana, —acaso porque
hoy todos seremos uno, como tendría que ser en nuestra última vez».
Más
estoicos, más resignados, nos perdimos en nosotros, caminando por un puente
interprovincial que en su tambaleante concreto nos vio superarlo. Desertamos de
nuestra Corrientes y al custodio de una ruta extrajera nos alejamos sin prisa,
confiándonos secretos, mano con mano, a contramano de la impaciencia que ya nos
empezaba a trabajar. ¿Recordaría usted todo esto alguna vez, en otro
impredecible tiempo—lugar? No hubo palabras, no tendría por qué. Las horas se
consumían y apenas nos quedaba andarnos juntos y un poco más.
De
pronto, por sobre la distancia viciada presentí avanzar un mateo, por entre la
bruma del sonido adiviné un arre suplicante, un caballo orgulloso y pura sangre
por derramar. Sometido por la avidez, me permití interrumpir la caminata,
quizás con la impresión de volvernos viajeros inolvidables: Extendiendo un
brazo al camino, la incité a cabalgar sin guías, como en un paseo eterno. Usted
me sonrió y al instante, estábamos dentro: El coche era extenso y exhaustivo,
como este relato nuestro. Pero no había mucho lugar: La humanidad, los
restantes, nos negaba su espacio a pesar del arrebato que intentábamos
resistir. Nos deslizábamos despacio y muy apretados, entre cuerpos incompletos,
tratando de ganar el fondo, remontando sobre todos y por entre la multitud que,
a nuestro pesar, insistía con acompañarnos. No pudimos movernos. Algo
fastidioso grité al chofer que nos confiriese el precio o la comodidad de un
viaje privado. ¿Para quién? Para sólo nosotros solos, para sólo nosotros dos.
Imposible —me dijo—, el caballo ya ha decidido su recorrido y nunca se detiene,
ya estamos viajando, ya no vamos a parar. Pero paró cuando subimos. ¿Está
seguro? No lo estaba, de pronto sólo estábamos dentro. Entonces pare este coche
—escuché decirme—, queremos bajar. Pero el cochero me miró consternado,
mostrando unas riendas inútiles y vociferando como maldito, eso de que el
caballo no se iría ya a detener. Supongo que el hombre, el ser humano ha
perdido su lógica y su respeto, quise razonarle. Y no estaba mal mi opinión,
después de todo:
«Son
tiempos de la bestia. Y a ella nos debemos prosternar.»
Algo
así me dijo usted, Constanza. Algo así usted me calló. Pero de todas maneras,
el griterío ya se acomodaba en todos. Porque así lo anunció el chofer: Al final
del paseo llegaremos a la última fiesta. La Despedida Universal. Todos vamos
allá. Y ustedes también. ¿No lo han notado quizás?
No lo
habíamos notado. No habíamos contado con eso. Y no era el modo en que yo
imaginé volverme inolvidable en usted. No figuré algo como una fiesta
descomunal y semejante: Yo la quería sola conmigo, Constanza. Yo quería lo
mismo de usted. Entonces de nada servía viajar entre montones. Así que, de
alguna manera, la volví a convencer. Calculando la escasa velocidad del mateo,
nos lanzamos al desierto, nos bajamos carreteando. Tropezamos y nos enredamos
mucho. Apenas nos sosteníamos, resbalosos, entre los desperdicios que nos
cortejaban. El piso se volvía cada vez más blando en el vértigo. Hacía más
lluvia fría y quedaba menos tiempo. Pero lo habíamos logrado. El carruaje se
alejaba ya entre sus tímidos arres, la gente nos saludaba con una ambigua
agitación y nosotros apenas en pie, apenas sosteniendo ésta nuestra historia,
quedados en la nada, intricados en ese lodazal impuro, pisoteando cráneos y
costillas servidas, comida de hienas y buitres sonrientes y pura osamenta por
machucar, con los pies muy embarrados y algo más putrefacto cortándonos por
dentro, viciando nuestro angustioso pesar.
No era
muy alentador, pero era nuestro tiempo. Debíamos hacerlo.
Y en la
tarde doblada, sin saber acaso qué hacer, seguíamos caminando, seguíamos
adelante. Y apenas sí nos manteníamos apoyados en el cuerpo del otro. Y yo
notaba un vaho erótico en el vapor que justificaba nuestro contacto carnal.
Deseé amarla entonces, si fuese posible que el amor y el deseo fomentaran en
aquel camino de muertos. Y me arrojé a creer que usted también lo hacía, eso de
amarme, eso de desearme, por el simple y único acto de desearme amar también.
Pero aún sabíamos que todo era inútil, ya nos quedaba poco. A pesar de la
macabra desolación que sitiaba el alrededor, y de la codicia vital que nos
emborrachaba, sabíamos ambos que poco quedaba, que pronto ya iríamos a resolver
el final.
Luego,
era noche. El desierto parecía menos tenebroso cuando nos sorprendió la
entrada. Debajo de un cartel ruin, una boletera y su bienvenida iban animando
la fiesta perenne. Toda ella y sus deseos se nos ofertaban en dos boletos de
paso, sobre el dibujo cariado de un espacio turbulento. Comprendí que no
podíamos negarnos, que fuésemos donde fuésemos, todos los caminos finales se
congregaban ahí: Vamos Constanza —le dije entonces—. Contemplemos la última
resistencia humana. No hacía tanto que habíamos desamparado su casa, y ya
estábamos en el parador, con las rodillas chapoteando muy cerca del mar. ¡Por
qué allí habría de justificarse la reunión definitiva! Ya no importaba. Ahí
estábamos, ingresando absortos, cautivos de nuestras manos que ya no me atrevía
a desanudar. Sin embargo usted sí, Constanza. Usted se me iba soltando,
fortalecida por un instante que parecía hecho para usted. Pero aún estaba
conmigo. Pero aunque estuviese conmigo, algo me reclamaba por dentro, alguien
me hacía saber lo extraño que era yo. En un segundo percibí su abandono. Me
sentí entonces en otras manos, en manos de mi soledad. Y usted de pronto lejos
de mí, en su lugar inviolable, sonriendo a todos, hallándose en los límites de
una tabla de brindis, pletórica de euforia, de vivir hasta lo indecible, de
disfrutar porque alguien lo dijo, disfrutar hasta no poder más.
«¿Me
espera un segundo, Felipe? Hay alguien a quien debo encontrar».
Algo
así me lanzó a la distancia: Qué mayor amenaza sentir cuando la que esperamos
se hace realidad. Entonces la odié, Constanza, porque ya nuestra historia se
diluía, contra esa barra de borrachos ignorantes se volvía una ilusión
descomunal presta a desbarrancarse, a borronearse como estas letras que
empezaban a desintegrarse, cerca del final. ¿Por qué abandonar la historia,
Constanza? ¿Por qué obligarme a no dejarla atrás? Y dónde estaba aquél a quien
debería luego delegarla. ¿Existía al menos aquél quien nos sobreviviese, quien
nos volviera a leer cada vez en esta ficción? Pero mi promesa estaba hecha y
contra eso ni mi vida podía ya oponer. Bueno —le dije— y volteé tal vez
humillado, tal vez ofendido. No quise verla marchar, pero la vi tragada por la
música de multitud, por esa fiesta hueca, por esa celebración terminal. En
seguida, nos separamos un segundo, que era como separarnos una eternidad.
Luego,
pasó mucho tiempo, mucha gente oscura, mucha música incognoscible. Me encontré
sin darme cuenta en una parte de la barra sin bebidas, mareado y meditando
contra un vaso sucio de vino, rescatado como botella en el mar. Y allí la volví
a ver, la descubrí viniendo incontenible hacia mí. Y usted me llegaba,
Constanza, pero ya estaba lejos, pero era usted, Constanza, era usted y venía
hasta mí, y venía acompañada por otro tipo, alguno infausto, indefinido, inoportuno,
pero que de algún modo ambos entendíamos la haría mejor que yo. Y yo le
pregunté cómo estaba, porque la notaba distinta, como nunca más la vi, como a
usted, Constanza, nunca más la volví a ver. Estoy feliz —me respondió—, feliz
junto a este amigo que acabo de recuperar. Y yo le creí, aunque no le creyera
demasiado, aún le creí. Porque comprendí que la felicidad en ese mundo de
tiempo restante, podría tener la forma que uno le quisiese imprimir. Su
entusiasmo me molestó, sin embargo me produjo una especie de contagio. Acaso
porque en su genuina felicidad yo alcancé a vislumbrar un fragmento de lo que
siempre busqué —acaso en tantas otras, acaso hoy en usted—. Y lo supuse como el
placer verdadero, la abundancia de la vida en la existencia del otro, del otro
ajeno a nosotros, mas dueño del total bienestar.
Pero
usted, Constanza, me hablaba. Pero yo no escuchaba, o no la interesaba
escuchar. Pero usted, Constanza, me decía cosas. Y me decía algo así como que
siempre me iría a recordar y que quería que yo estuviese bien. Pero yo nada
decía. Porque sabía que esta historia ya antes escrita, ya antes común a los
dos, ya no la era: Se agotaba como el mundo entero. Pero Constanza, eso usted
también lo sabía. Intuía tanto como yo esa cuestión del final. Pero tampoco me
habló de eso. Y yo sentía en su mirada que estaba conmigo, y que estaba feliz,
porque me dijo eso, Constanza, me dijo que ahora era feliz. Muy feliz junto a
ese amigo a quien había recuperado. Y yo, desairado y en aquel estado de pura
tristeza, ya no supe cómo seguir esta historia que era nuestra, y ya no; pero
que en esa locura de promesa hecha, yo entendía que debía seguir, para el solaz
de alguien más. Pero aun quisiese reprocharle, pedirle, rogarle alguna cosa: No
supe cómo hacerlo. Nada le pude decir.
«No
diga nada, Felipe. Lo estoy viendo en sus ojos. En ese rapto de luz, todas sus
verdades se pueden vislumbrar.».
Dijo
usted algo como eso, Constanza. Y supongo que llegados a este término, tendría
que haberla besado. Porque ya no habría nueva oportunidad para sentir ésa su
dulzura interior imprecando mi lengua, mis dientes, mi garganta. Podría haber
sido mía entonces, al menos en ese adiós. Usted y mi impulso de volverla un
sentimiento grato, un guiño de propiedad. Mas no quise arruinar la extrema
despedida. Calculé que habría algo de impuro, algo de egoísmo en ese intento de
encontrar nuestras bocas, con toda esa amenaza insultando en derredor. Preferí
mantenerme distante, preferí mantenerla en perpetua expectativa, toda usted
convertida en una víspera ideal, incorruptible, reservada, lejos de este
infinito apenas contado como uno, como nuestro, como fin. Sólo así solos e
inconfundibles, sólo así podríamos salvarnos. Sólo así estaba seguro la
volvería a ver alguna vez.
«Constanza,
hermosa. Espero alguna vez volverla a ver».
Pero a
pesar de que estaba bien por ese detalle, también estaba mal por la posibilidad
de no volverla a ver. Y cuando se lo iba a decir, usted dio la vuelta y se fue,
se perdió en la muchedumbre. Me dejó ahí en el medio, lleno de contradicción,
viéndola seguir a su pública felicidad. Y tras de su sombra ligera la vi
atravesar la tragedia, acaso sin sospechar usted que en su elección habías
reconfortado un espíritu ajeno, y acaso también el mío, mi alma cada vez menos
prometedora, cada vez más resignada a desvanecerse en soledad, mas que al menos
por un segundo de noche, se desplazaba orientada al saber al fin qué hacer:
Supe que ésta nuestra historia debía quedarse, para el que nos sobreviniese,
para el que nos lograre al fin sobrevivir.
Entonces
qué me quedaba. Decidí buscar de nuevo el desierto ahora negro por el eclipse y
blanco por el fulgor de las ánimas fluctuando contra el temporal. Pero antes de
salirme, intenté perdurar, como en todo agónico final: Apuntando la voz contra
la multitud malherida, me despedí en un tono alto y escaso, sin importarme
quién portara sus oídos para escucharme, quién volteara su atención buscándome
comprender:
«Es
mejor así, preciosa: Yo por mi lado y usted en la felicidad de otros, sabiendo
que de algún modo ya nunca nos volveremos a ver».
Nadie,
ni siquiera usted en su nombre se hicieron cargo de nada, de mí.
Y luego
de aquello llegó el primer estruendo. Y como una venganza perpetrada en los
destinos inconclusos, se retiró la tierra. Y el agua se despertó. Luego, ya no
hubo luz, ya no hubo festejo ni acorde musical. Hubo un silencio de naufragio,
y todo perdió su forma. Las olas mostraron sus dientes. Y después de eso todo
fue caos. Vi la gente correr desesperada, escapando de un mar incontenible. Y
había flama en el cielo, aquel cielo antes nuestro, ahora rasgado por la
densidad de rayos y nubes rojas. Y yo seguía a la gente que venía y colisionaba
en su prisa, pero no podía escapar: Yo no quería eso tampoco. No era así como
planifiqué este desenlace. Yo sabía que algo tenía que hacer, siquiera para
usted en memoria. Pero nunca descubrí qué. Y me quedaba ahí en la nada,
d/escribiendo esta historia para ese otro innato, defendiendo su recuerdo en mi
mano, esperando por verla un segundo más, Constanza, deseando llevarla conmigo
detrás del final. Y así en la esperanza vana, todo caía, y entre columnas de
cables lujuriosos y vasos de lluvia nos fuimos sumergiendo, presintiendo que
aún en este sufrimiento de hombre, no me quedaba mucho más. Las lágrimas no me
dejaron avanzar ni en pensamientos. Repasé lo que quise hacer por usted:
Pensándolo bien, ni la noche en vela, ni esta fiesta promovida, ni siquiera el
paseo nos resultó oportuno. Ya nada nos quedó, Constanza. La marisma vino a
barrer nuestras vidas y yo pataleando contra y bajo las aguas, entendí que era
en vano llorar más. Y con aquel llanto mezclado y oprimido seguí esforzándome
por reconstruir el Cielo perdido, el Paraíso esencial que alguna vez en mi
tremenda imaginación prometí bautizar para usted. Pero la marea estaba en su
apogeo. Nada más se podía percibir. Pronto terminaría. Y a pesar de ello —aún
en la consumación de nuestra historia— no pude abstraerme de volverla
pensamiento, y pensando en usted como tantas otras veces, supe que ya nunca más
la vería, Constanza, ya nunca más.
Sin
embargo, siempre tendría otro tiempo para volverla a ver.
Después todo se desdibujó, como sucede a veces en los sueños, como sucede ahora en esta historia que nos escribió lejanos, que ahora complace el ocio de aquél que no conocimos, que vino tras esa nube de agua, que nos alcanzó a sobrevenir… Y nosotros dos, en memoria. Acaso pensando cada uno en el otro, acaso pensando en otros desastres que nos volviesen a juntar. Que nos volviesen a escribir. Porque siempre hay otros Apocalipsis que nos descubren como historia, como pretexto para volvernos a escribir. Y no estamos tan lejos, parece. De algún modo, volveremos a hacerlo, Constanza. Alguna vez volveremos a vernos. Hasta entonces, me queda esto: Me preparo para otro amanecer, acaso en las manos, en los ojos, en la imaginación de aquel sobreviniente. En su recreo, este final tendría que ser distinto. En su lectura, esta historia debería servir para algo, para alguien.
No sé bien por qué.
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