Track 11: Sabuesos

Casi cerrando una semana de furia, la Alteza en Llamas nos sugirió un poco más de onda, ya que por más hundido que estuviese nuestro amigo Marán, no por ello debemos dejar de dedicarle al menos una mueca alegre cada tanto. COstó, como cuesta todo en este laburo, pero aquí encontramos una de sus obras que no causan tanto espanto, aunque tampoco es la gran cosa, vea.


Sabuesos

 Esa misma mañana renuncié a mi trabajo, a mi puesto como director de nosocomio. ¿Cómo responderían las finanzas de la empresa, ahora que había hundido definitivamente a todos mis socios, a mis acreedores y a mí? Ya no podía seguir estafándome con tanto descaro. Ahora sí que se la hice bien a mi jefe, me dije. Me reí a medias, puesto que mi jefe era yo en persona. Y en cuanto me enterara de lo que me había hecho, no me iba a gustar para nada.

Transportado por esas cavilaciones y por algún remís amigo, llegué a mi casa del 17 de Agosto. Lindo barrio, cada vez más feo. 260 metros antes, ya se veía el patrullero: blanco y negro como una película vieja. ¡Y qué carajo querían ahora! Desde que se me había ocurrido saludarlos en su séptimo día, ya no me los hube podido sacar de encima. ¡Semana del Policía! ¿Dónde se ha visto algo como eso? Seguro, en otra película mala. Aunque estos se esforzaban demasiado en eso de hacerse pasar por los buenos: eran unos idiotas.

El caso es que ya llegando al portón de entrada, los tipos me interceptaron y me saludaron con palmadas afables y presurosas, poniéndose delante para no dejarme ver. Pero yo lo supe al instante: había un preso en mi dormitorio. No había duda. Desde mi ventana abierta de par en par —acaso con ánimos de luz y ventilación— lo veía pasearse y acomodar sus pertenencias en mi cama, en mi silla, en mi ropero. Una situación que desde hacía un tiempo me la veía venir: un buen ciudadano debe cooperar, me decían siempre. ¿Y quién me había catalogado como tal? ¿Este par de pajarones? Con superioridad pero en silencio, me dediqué a mirar hacia uno y otros, como interrogándolos.

—No hay lugar en la comisaría, doctor —me confesaron con dejo culpable.

Pero si ni siquiera está construida, pensé a los gritos. Pero no dije nada. Ellos siguieron explicando. Que es un buen presidiario, que solo tiene una condena de siete meses, que se conforma con una cama de plaza y media. Mientras tanto, ahora el tipo salía de su celda —que era mi pieza también—. Yo por otra ventana lo seguía viendo: vagabundeaba por mi living, se sentaba en mi sofá, cambiaba mi amada Telefunken PALcolor.  Y hasta se atrevió a llegarse al patio para abordarnos, por si acaso alguno fumaba. Sin ponerse pesado, eso sí. Lo consiguió de mi vecino —el comedido de Morales— siempre tan atento con los extraños. Pronto, se amistaron: charlaron pegado a las rejas del portón, intercambiando cosas acerca del clima y de cómo el barrio se había llenado de delincuentes, él incluido. A pesar de mis cabeceos denunciantes, ambos me ignoraban, como si yo no pudiera hacer otra cosa que firmar planillas y otras planillas más. Pero eso era lo que tenía que hacer, según los dictámenes judiciales. No es tan sencillo alojar a un convicto, dicen las ordenanzas.

—Es la última —me aseguró el cabo Roldán.

No le creí mucho. Cualquier hoja siempre era la última para Roldán. Su compañero Vallejos se solazaba hablando con los gorriones, y les tiraba migas de un pan rondín. Yo, mientras tanto, continuaba vigilando al nuevo preso por encima de tantas fojas y sellos. Alguien debía hacerlo, pues me ponía nervioso que pudiese escaparse en cualquier momento: acaso cuando terminara su cigarrillo, dada la nula atención de los canas, a esa hora —11.30— más preocupados por alcanzar el almuerzo que por mantenerse dentro de la ley y el orden.

De pronto, recordé a Sawyer. Ya tendría que estar tironeando de mis alpargatas, como recordatorio de su alimento. Nunca faltaba a su estratégico ritual, ni siquiera cuando yo —como ayer— estaba en mi oficina de médico jefe, despidiendo más y menos enfermeros al azar.

— ¿Y mi perro? —pregunté a Adela, que volvía con dos bolsas de compras y un pañuelo en el cuello que nunca antes le había notado.

—Cuando salió, no había comido —me dijo consternada mi pequeña hija, a quien tampoco había notado. Tanto trajinar con infantes y madres primerizas me hizo dudar de mi propia paternidad. ¿La mía no era rubia? Busqué confirmación en mi mujer, pero Vallejos se me adelantó, me devolvió a lo del perro.

—Lo necesitábamos para el caso de los remedios fraudulentos, doc —me aseguró—. No teníamos una pista mejor.

Una nube de humo —acaso de ira, acaso del pucho ajeno— me cerró los ojos. Me traen un malviviente, me llevan la mascota. Como que ya era demasiada audacia para el mismo día. No podía permitirlo. ¡Claro que no!

— ¡Vayan a buscarlo ya!

—Pero jefe, el detenido…

Tomaba mate apaciblemente en la vereda, en cueros y ojotas, que también eran mis ojotas; y hablaba en susurros casi vecinos con Morales, que también era mi vecino.

— ¡Me importa tres cuernos el detenido y su falta de compromiso con las reglas! ¡Solo quiero a mi perro! ¿Acaso se dieron cuenta?

Una sirena como de alarma salió de las gargantas de los polis, o tal vez era de su auto patrulla.

—Está bien jefe. No se altere. Veremos qué podemos hacer.

— ¿Que qué podemos hacer? ¿Pero qué están diciendo, pedazos de alcornoque?

Pero ambos, Roldán y Vallejos, ya estaban al volante y luchaban por encender la carcaza oficial y continuaban haciendo ese sonido como a sirenita. Tanto escándalo ronco agudo solo me alteró un tanto más.

— ¡Ineptos! ¡Gandules! ¡Par de adoquines!

Sin dejar de insultar a los agentes que intentaban arrancar en búsqueda de mi perro, agradecí el mate que me pasaba el preso. Tuve que aceptar que lo cebaba muy bien. Y que también era amistoso y comprador. Y que también era mi mate.

—Algún día, las cosas van a cambiar. En cuanto empecemos a descubrir quiénes somos en verdad.

No supe bien quién dijo eso. En todo caso, todo lo que me rodeaba en ese momento era también de mi propiedad.

—Tendré que hacerlo yo, como siempre.

No esperé que me respondieran. Como ahora la patrulla me bloqueaba el portón de salida, no aguanté más. Me metí en la casa, salí por el patio detrás y crucé la alambrada divisoria de lotes. Escuché a Adela llamando a comer. Por el hombro, advertí que todos, policías, ladrones, familia y vecinos se acomodaban en una silla. El olor del pollo me tentó, pero no iba a dejarlo así. Mascullaba por todos los huecos cuando entré a la avenida de los Cazadores y me largué a patacón por cuadra. Cuando volviera, me prometí, todo sería diferente. De una buena vez.

 

Solo y enfurecido, caminé como un Cristo impaciente en el desierto de la tentación. Tanto polvo rojo me consumió los zapatos y el sol espinoso me coronó de impaciencia hervida en las sienes. La Comisaría, o el rancho a dos aguas que se desmoronaba en su nombre, se mantenía lejana e inaccesible. Pero no cejé en mi convicción. Para ayudarme, no hacía sino pensar en el comisario. ¡Para qué! Si era un inservible. Seguramente, no estaría haciendo gran cosa. Al fin, cuando crucé la tranquera de paraíso y alambre punzante, supe que no me había equivocado; si nunca erraba en mis pronósticos, tampoco esta vez: lo encontré reposando en ancho, el birrete en sus ojos, las patas en un banquito, la panza oxigenándose a la sombra de un pino. En ese estilo de distancia y modorra, el jefe cuidaba de los escasos detenidos que, al parecer, también dormían la mona. ¿Es que en Corrientes nadie hacía lo que tenía que hacer? ¡Y claro que no! ¡Si nunca lo habían hecho! Irascible a punto de hervor, me puse delante del gordo y le pateé la silleta. Un poco de jugo o de vino estalló de su vaso de aluminio. Pareció como despertar.

— ¡Qué quiere, Vallejos!

—No soy ninguno de esos alcahuetes—, le dije.

Lo vi parpadear debajo de su birrete.

—Lo esperaba—, me confesó—. Viene por su perro, ¿no?

Le grité que sí. Y que era un canalla.

— ¡Sí! ¡Canalla!

Pregunté dónde lo tenía. Y agregué que me lo llevaba.

— ¿Dónde lo tiene? Me lo llevo.

Se levantó con mucha dificultad y se acomodó los huesos y los bofes de la espalda y la barriga. Se rascó.

—No se ponga loco—, me susurró.

Enfiló para el metegol que hacía sombra al sueño erguido de dos gallinas de costumbres equivocadas. Las espantó de un chancletazo.

—Juguemos—, me invitó.

Me irritó su inoperancia y su dejadez, pero mucho más que haya elegido a Boca. No soy de River, pero ese ataque gratuito me pudo. Me apreté de puños en la manija del arquero y los delanteros.

—Sin molinete —dije.

—Conozco las reglas, doctor — me contestó, mientras colocaba la ficha y jalaba la palanca. El sonido a pelotitas liberadas me puso en tensión.

— ¿Está seguro? —lo desafié.

El comisario silbó algún tango canchero. Estiró el brazo a la redonda, la pelotita entre sus dedos. Me dijo:

—Mire alrededor. Estoy a cargo.

Realicé una panorámica: vi las hiladas que demarcaban los sectores baldíos; vi los presos roncando, despatarrados sobre troncos o caballetes; vi la máquina de escribir con una hoja brillando en su óxido de sol; vi la mesa escritorio, el tronco taburete... Era verdad. Nadie más podía estar a cargo.

— ¿No le da vergüenza? Usted representa la autoridad.

— ¡Bola! —gritó y se apresuró a pisar la pelota de coco con el quíntuple 5. Lo movía de un lado a otro, como quien espera su momento para hacer una jugada magnífica.

—Su perro es muy bueno. Lo necesitamos—, tiró al descuido.

Quité la vista del estadio y lo miré a la gorra, al escudo de Policía, la nariz saliéndosele debajo. El comisario aprovechó para shotear.

— ¡Golazo! 1-0.

No soporté la desventaja. Le pedí que se apresurara, que sacara de una vez. Me miró con aire sospechoso, como si yo fuese uno. Presentí su amonestación, su ventaja y decisión para desenmascarar mis jugarretas. Entonces, abandoné los mangos. Ya no me importaba el clásico.

—Lo necesito en casa—, le confesé—. Es guardián y juega con mi hija. Tengo una, ¿sabe? Morochita. Además me recibe con alegría genuina. Mi perro, no mi hija. Y como ve, eso no lo hace cualquiera. Es más, creo que solo él lo hace. Y no voy a permitir que un inepto como usted me lo estropee.

Se incorporó de golpe, la panza contra las manijas, los ojos ofendidos:

— ¿Cómo se atreve a enfrentar a la autoridad? Podría detenerlo por desacato.

Pensé en sus hombres, almorzando en casa, a las risotadas con el presidiario, con Morales. No me amilané. Le dije que era un estúpido.

—Usted es un estúpido.

— ¿Eso cree?— me retrucó. Aflojó los puños y guardó el balón/coco en su bolsillo. De manera arbitraria, el duelo se había suspendido—. Venga, le mostraré de lo que somos capaces acá.

Me llevó hasta el escritorio y me invitó a sentarme en el tronco. Me negué, pero no me hizo caso. De pie, tipeaba la Olivetti con un par de dedos. Del cajón sacó un sello de plomo. Arrancó la hoja de un tirón y la mató con firma y estampillado. Me la pasó. Quemaba la hoja cuando empecé a examinarla. El comisario me explicó por encima:

—Esa es la declaración de uno de sus socios, el doctor Corneta. Más tarde vendrá a ampliar su testimonio. Ahora está con su perro, cerca del río, buscando una pluma que, según sospechamos, podría darnos una pista más certera sobre el caso de su empresa. Una vez que tengamos en claro a quién pert

—Quédese con el perro —le dije.

Y me apuré a volver.

 

En casa, ya habían almorzado. Se había formado una buena sobremesa y el preso entretenía a todos con una versión limpia e inobjetable de un temazo de Del Carril.

 

Mi barrio reo, mi viejo amor,

oye el gorjeo,

soy tu cantor.

Escucha el ruego del ruiseñor

que hoy que está ciego

canta mejor.

 

Al final de la pieza lo saludó el aplauso sincero. Me les uní con fingida serenidad, pero apenas sí notaron mi regreso. Luego, vi al doctor Corneta, sentado a la cabecera, acariciando el lomo de Sawyer. Ancho en su regazo, mi perro le retribuía la empatía enseñando la lengua. Me irritaba que le hiciera fiestas a mi socio, inútil hasta como apretado cómplice. Me irritaba tanto todo lo que fuese Corneta. Pero cuando mi perro olfateaba algo de mi pertenencia, no hacía otra cosa que sacarla a la luz. ¡Ah, mi sarnoso patán! Tan infalible, tan compañero de oficina... Nunca se equivocaba, tampoco esta vez. Seguramente, ya me había descubierto.

Corneta me recibió en bienvenida, como quien preside un rito:

— ¿Todo en orden, doctor? ¿Quiere algo de comer?

—Eso, querido. Hay pata en el horno —completó Adela —. Tu pieza favorita.

—Gracias, no tengo apetito —contesté. Y enfilé para mi cuarto—celda.

Desde ese instante no pensaba sino en acondicionarla lo mejor posible, antes de que el preso dejara de cantar. Sus mates y su guitarra serían de gran expiación en el largo invierno de sombras. En cuanto a mi perro, sospechaba que pronto lo ascenderían de guardián a sabueso. Y un título en la familia siempre era un motivo de celebración.




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