Track 28: Los locos incautos

Como buen jueves (¿acaso se hará costumbre?) asomamos el hocico rojo para acercarle a usted, invisible lector, una de esas obritas que buscan sensibilizar con la memoria perdida y la bonanza de la adolescencia. ¡Ah!, cuando chicos éramos el mismo demonio, pero entonces no teníamos este laburo ingrato. Gracias, don López Marán, por recordarnos nuestra extensa condena. Le debemos mucho, a usted. A veces, no está tan mal, dice nuestro Jefe. Él, que es el mismísimo. Y que sabe por viejo. Y ya no somos tan jóvenes por acá. Nadie lo es ya. Maldita eternidad.


Los locos incautos


Conocí una banda de incautos, cuya personalidad se basaba en su falta de filosofía: «Si te mantenés activo, no tenés tiempo de andar pensando en pavadas».

Y moviéndose a montones, recorrían los diversos días pugnando por alguna aventura, algún desafío que los pusiese en equilibrio con su existencia. Una turba mancomunada, escasa en monedas pero profusa en entereza. Un proyecto de grupo no proclive al escarmiento, sí a la segunda oportunidad.

«Yo conocí sus andanzas, sus desvelos y sus castigos. Pues yo era parte.»

Una buena de tantas:

Había un parque, un sistema de diversiones que algunos aseguran hoy todavía se consigue. Situados los muchachos en este punto, cabía apenas una redada de ideas geniales, un desbarate mecánico, una competencia modesta, para que alguno se sintiese conmovido a la acción: la fija era el Tiro al Blanco y su premio impostergable: un cilindro blanco, de ésos con tabaco; si no mejor, un paquete de ellos.

«Quién apunta, quién lo baja al pato aquél».

Hay uno afinado en pulso, ajustado en puntería. Es la colecta un negocio legal: monedas más monedas construyen un turno: Es el turno de El Abuelo.

La muñeca inmóvil, el ojo letal.

Sean seis patos, sean seis cadáveres de madera.

Los locos por ahí, aún incautos, amontonados en algún banco, fumándose los mejores tiempos.

No hubo tiempos mejores que aquellos. No los han sabido inventar.

Y el Abuelo por acá, resistiendo al olvido, saboteando su nombre, homenajeando su propia leyenda:

«Y viera, hijo qué puntería. Sí señor. Qué puntería».

                                                                                               
                                                                                             Carl Eduard Schuch

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