Track 21: La Hora del Demonio
Uno de los primeros relatos que registra este pálido autor, y nos consta por su pésimo desarrollo. Pero como a menudo sucede cuando a nuestro Jefe Oscuro lo nombran, es una posta que deberemos publicar la entrada, por más que lo representen como un protagonista de Cuerno Blando, como es este caso. En fin, allá el Jefe, allá Marán, allá todos y todas. ¡Qué nos importa!
La Hora del Demonio
—No
guardarás en caracteres esto que te voy a decir —sentenció el demonio, su brazo
siniestro arremangado en los bolsillos del saco sin arrugar.
Mas el
humano se apretujaba ya contra la máquina de escribir, la boca sedienta, los
ojos en cemento, el corazón loco de intensidad. Era esta la oportunidad que
estaba reclamando. Sabía de sus limitaciones, de sus defectos y de su suerte
apestosa. Harto estaba ya de esperar por la voz del poderoso. Harto estaba de
ser esquivado en sus preguntas, acerca del peso muerto que angustiaba a aquel
ídolo interno. No había mucho tiempo. ¿Por qué continuar obedeciendo? ¿Pero qué
más podía hacer? El demonio pensaba. El humano preparaba las hojas. Corrientes
amenazaba con desgarrarse.
Y
el demonio dijo:
«Soy
viejo, mi edad es incalculable. He visto a las mayores bestias espantarse ante
un retazo de mi voz, los reinos más inclaudicables han sucumbido al retumbar de
uno solo de mis pasos, los sabios más abismales han enloquecido ante el susurro
de mi sombra, ante la simple idea de mi influjo. Por nada me he sobrecogido. Nadie
—ni siquiera Él o sus argucias— ha podido imprimir una huella de asombro en mí.
Todo ese asunto de la destreza del Maestro, de su creación en polvo y en barro,
de ese organismo único y formidable, en ninguna centuria me ha llegado jamás a
interesar. ¡Cómo prestar atención a efímeros que marchan tan bajo, tan por
debajo de mí! Y sin embargo una vez... Aquella vez...
Un
suspiro como de nudo en la garganta contuvo la voz. Un carraspeo gutural que
inquietó al humano. No era momento de interrupciones. Pero la serenidad, a
pesar de la inminente catástrofe, volvió al menos en ese instante. El demonio
se componía, el humano esperaba. Corrientes tambaleaba, como muerto en pie.
Y
el demonio dijo.
«Alguna
vez, en ese tiempo que cada dos siglos tiende a motivarme una memoria, esa vez
llegué a toparme con el paradigma de una existencia inolvidable. Cómo decirlo: Era
ella una nena esplendente, sin igual. Cabían en su sola palma todos los
sistemas generadores de luz, de vida, de sentimientos. Portaba ella en cada
rasgo, en cada movimiento, en cada tramo de su entidad el gravamen de los más
deliciosos tormentos para quien osara descubrirla, cortejarla. Y en su alma transparente
podía leerse un manifiesto de bondad, un castigo irreprochable que empujaba a abandonarse
por completo a su tentación. Dolía esa criatura por ser tan especial. Provocaba
enorme sufrimiento con su insoportable atracción. No era aconsejable para los
mortales. Ni siquiera lo era para mí».
—
¡Dije que no guardaras lo que te estoy diciendo! —golpeó con coraje el demonio
sobre el derrotado escritorio de oficina. Mas el humano, ajeno y lejano de todo
temor reverencial, agilizó los dedos sobre las teclas sabuesas, escuchando y
anotando más, olfateando dichoso la rigurosa situación que describía aquel ser,
como parte de su imaginario personal. ¡Qué terrible momento para desnudar el
espíritu! El demonio gritaba. El humano escribía. Corrientes preparaba su fin.
Y
el demonio dijo:
«Era
ella tan hermosa. Demasiado para ser aconsejable. Pero a pesar de todo, la
quise para mí. Nunca había fallado en lo que deseaba. Y por una vez en el
infinito, accedí a jugar de verdad. La seguí, hasta que las fiebres de esas noches
inquebrantables me empujaron lejos. Tan lejos, que de pronto no la pude ver,
porque el universo sabía que no debería ser. De todos modos, la busqué. Me
aprendí los acordes de canciones jamás compuestas solo para verla danzar.
Alimenté relatos ingenuos para descifrar las huellas de su influjo. Mas ella no
captó el mensaje. Y el universo consideró que eso estaba muy bien. Aún contra todo,
contra todos, aún la esperé. Me revolqué en mis miserias y vagué el universo
soñando con su maldad. No la pude encontrar».
—Mas
no deberías anotar esto que estoy relatando —señaló el demonio con el rostro
sostenido en su palma y la tristeza empañándole el reloj. Las horas no lo
contenían más. Pero el humano trabajaba en la máquina, ansioso ahora por
conocer el lado flaco del señor indecible. Había algo que no encuadraba en
aquello. Y era el escribiente el encargado de averiguarlo, de testimoniarlo con
caracteres de realidad. Un momento impagable en su trabajo inútil. Al fin la
historia derritiéndose en la persistencia de la memoria. Toda una obra maestra.
¡Y qué importaba lo demás! Dentro, el humano se encarnizaba. Dentro, el demonio
se sinceraba. Fuera, Corrientes empezaba a detonar.
Y
el demonio todavía dijo:
«Desde
entonces, solo he sufrido mucho, solo por conocer su existencia. Y es ese padecimiento
el que me ha hecho vulnerable. Tengo llagas consumiendo mi niebla. No es este
el ideal de un espectro que debe mostrar siempre su lado más temible. Con lo
demás, ya no estoy tan seguro de mi poder. Es lamentable tener que andar
tomando frases y palabras prestadas a unos genios menores para modificarlas a
mi grandeza y tratar de hacerle entender que hay algo en ella que se hace
insuperable. Que sangra en mi cuaderno desde algún insólito nivel. Y que me
está dejando inactivo».
—Y
ya no anotes esto que te digo —prescribió el demonio entre dientes quejosos.
Sufría desde los tres costados, desde las tres dimensiones de su realidad. Se
apagaba como lámpara lesionada, a chispazos lentos. Pero el humano aun más se
encendía en pasión. Y sabiendo de las ventajas de tanta confesión irrepetible,
apuraba la pluma digital y concentraba su arte en aquel relato que el demonio
vomitaba, después de tantos años de indigestión. Era el demonio. Y era el
humano. Corrientes había caído. Ya no era nadie más.
Pero
el demonio aún decía:
«He
soñado con ella desde incoherentes estados. He imaginado la perfección solo con
tantear su cuerpo. He estrellado mi condición con la memoria de sus dedos
hundidos en el centro de mi crueldad, en la carne de mi corazón. He vuelto por
última vez a ella, con un silencio paralizante después de algún obsequio celoso
y desinteresado. Y todo eso que hoy me revuelve en pasado discontinuo, me está
hundiendo sin misericordia. Y ya no sé qué hacer».
—Y tú, efímero
humano, no deberías disfrutar de esto que te estoy confesando —advirtió el
demonio, por primera vez decidido a no dejarse ignorar—. Es mi verdad una carga
insostenible, una pesada muralla que pronto se te volverá en contra. Porque no
estás tan lejos de comprender nuestros problemas. No lo creas. Porque no lo
estás.
Pero
el humano, loco de satisfacción al encontrar el punto crónico de aquel fantasma
que siempre lo hubo dominado, reía y escribía y sacudía su cabeza en negación.
Aquello no podía ser verdad. El poderoso demonio se había perdido por una
mujer. Una mujer llamada...
—Y,
¿cuál es el nombre de aquella que envenena tu inmortalidad? —preguntó entre
carcajeo el hombre, alzando la voz contra el estruendo de
Y el demonio dijo:
—He
conocido su nombre. Pero no deberías escribir más, por favor.
Y
hecho súplica y cenizas detrás de la sombra del escribiente aún esbozó:
—Su
nombre es...
Y
cuando el escribiente, el humano, advirtió sus oídos invadidos de la seducción
de ese nombre conocido, no pudo seguir. Porque entendió que el demonio y el
humano eran la misma persona. Y aunque Corrientes hubiese perecido, y aunque el
mundo entero comenzaba a devastarse sin cesar, aún concurría aún un motivo, un
solo motivo por el cual resurgir, si existía en algún punto el mito de la
resurrección. Era el nombre iniciado en cada una de las veintiocho letras de
los caracteres terrestres, que suponía una ventaja decisiva en el conocimiento
de su dueña frente a la miseria de aquel que se creyó dueño del mundo, y que
ahora era dueño de la nada.
Entonces,
el demonio calló. Y en el silencio de un mundo acorralado por los Cuatro
implacables Jinetes, en el espanto de los sellos del 6, 1-8, todo lo necesario
para perder definitivamente el control de su existencia estaba labrado en ese
trozo de alma convertida en papel.
Y
el humano pensó.
«Tal
vez el demonio tenga razón. La conciencia de la verdad representaría demasiada
ventaja y demasiada dependencia para alguno de los dos.
»Pero,
¿para cuál de nosotros dos?
Pronto,
la rebeldía y la duda lo cargaron de osadía, y en un segundo de inspiración, a
manera de epitafio de una vida vacía y terminada, el humano escribió:
Ella
tiene un nombre. Y ese nombre es el que a todas nombra, a todas pronuncia. Su
nombre es...
Mas
aún, el demonio lo interrumpió.
—No
deberías grabarlo humano, no en este papel.
Y
contra el cataclismo de una vida que se extinguía, o que comenzaba a hacerlo,
la cobardía retomó el control. Y tanto humano como demonio tomaron
consideración de su inútil historia. ¿Y para qué dejar en esta tierra baldía un
vano testamento de lo que su yo interior deseó? Mejor sería llevárselo consigo.
Aunque fuese ya demasiado tarde.
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