Instrucciones para volver de la tumba
Marcelo López Marán (Poli) ha muerto. Su definitivo final se produjo el 9 de julio de 2012, 18 años después de la muerte de su padre, a quien –a pesar de lo que enarbolan las religiones más fanáticas– ya nunca más volvió a encontrar, ni en forma de luz ni de viento, ni de murmureos de consejo o chispazos de energía. No podemos afirmar que su partida fuese una concreta llamarada. Más bien, y como él mismo renegaba, su destino fue el de apagarse paulatinamente, en brevísimas fogatas que a nada ni a nadie llameaba atención.
Su final se acomoda detrás de un anodino viaje ida-vuelta a
Mendoza. Tal vez como un trasto más en el baúl izquierdo. Como sea, con los
choferes como testigos, la Policía del Universo ha informado por escrito que de
esa travesía Marcelo López Marán (Poli) jamás regresó. Aunque el tipo se haya
creído lo contrario, acaso porque no recuerda su agonía final. O acaso porque
la confundió con el tedio solitario de ese viaje sin batería, sin compañero de
asiento, sin música final. Pero –y esto lo ignoran canas, pasaje y colectiveros-
nosotros sabemos que en algún momento de la hora 3, dormido o en vigilia, sus
restos se evaporaron en el desierto escandaloso de Santiago del Estero. Y tal
vez –en los fondos de ese micro envilecido por la mugre y la tristeza– su
cáscara seca hasta haya orado por un regreso a sus inocencias. Pero sabemos también
que su Dios justo ya no quiso escucharlo, por pereza o aburrimiento, y fue el
Caído, bien llamado el Adversario, quien vio alguna migaja que podía ser
explotada en los últimos estertores de esa alma negra de ojos inquietos.
Era esta una noticia vieja y esperable. Pero nadie nos explicó muy bien la razón por la que nuestro maestro el Oscuro decidió engañarlo. Tanto que le permitió seguir vagando como pena en alma, como desaparecido de todo sitio, como ánima de irreconocible distrito. Pero ese trabajo inhumano nos fue encomendado a nosotros, los pobres demonios del margen. «Deberán seguirlo y hacerle creer que aún tiene aliento y esperanza en los pulmones, y un grito de victoria aguardando en el corazón». Eso nos ordenó el Maligno.
Y nosotros así lo hicimos, a nuestro pesar.
Lo dejamos descender en una plaza infame y hasta lo
convencimos de que una chica inquietante esperaba por él. Mientras tanto, día y
fecha de su muerte fue publicado en algún pasquín infernal, si no en todos,
incluso en aquel nefasto en donde empezaría ese mismo lunes a trabajar. Sin
embargo, en su entorno nadie se atrevió –o tuvo la delicadeza– de hacérselo
saber. Para cuando él apenas llegó a sospechar de la verdad del asunto, ya hace
mucho pisaba la hierba del diablo, persiguiendo sin esperanza –pero también sin
conciencia– al asesino o la asesina de sus múltiples sueños. Aquellos que,
según pasaron los ventarrones sucedáneos, lo fueron colocando cada vez más
próximo a este círculo viciado, asfixiante, amontonado como cadáveres frente a
la Cara del Maldito, estaqueado a la Cruz de los Deshabitados.
Pocos lo saben, o acaso ninguno, que por este desfile de Día
de la Marmota sus despojos enteros y doloridos vagarán con escaso rumbo hacia
una libertad negada desde el principio, desde aquel 9 de julio de 2012, cuando le
trocamos la estadía terrenal por un cielo aparente al que jamás llegará, ni con
todas las plegarias ni los esfuerzos de sus breves amigos, que hoy apenas lo
recuerdan por tres o cuatros frases bastante malogradas.
Pero para desgracia propia y de algunos ajenos, Marcelo
López Marán a menudo olvida que ha muerto. E insiste en persistir en los actos
cotidianos, a pesar de su ausencia. Y hasta ha tenido tiempo para escribir un
libro que nadie leerá, o incluso creerse con prerrogativas de un genio que
ninguno tendrá la mínima intención de homologar. Pero que no obstante existen y
molestan como obra milagrosa que no se ha pedido y menos aún se pensará como
reclamo futuro.
Como sea, ya no son tiempos de fraude. Es tiempo de sincerar que lo que suene en nombre y firma de este fantasma es un contratiempo en vano, y se ha establecido que si alguno pretende interactuar con este espíritu inconsciente lo hace bajo su propia irresponsabilidad. Ningún cielo le está permitido. Apenas sí el descuido burocrático de dejarlo andar con la ilusa creencia de que su persistencia lo hará llegar algún día a algún dichoso lugar fuera de este reino al revés.
Marcelo López Marán ha muerto. Y en estos tiempos ya es apenas un
arlequín en la sala Z de los demonios más novatos. Es decir, de nosotros, los
del margen. Malditos diablos que debemos encargarnos de esta labor tan ruin
como es la compilar las vanas historias que este efímero ha desperdigado, como
pulgas sacudidas de un poncho viejo. Pues, bien. Es éste nuestro castigo por
habernos portado tan mal. Aunque suene absurdo, en el Infierno se castiga la ineptitud.
Por eso lo torturan a él, a través de nosotros. Y es nuestra tortura propia, a
través de su imagen también. En fin. Obra del Abismal.
Pero tenemos además una orden sacrílega: «Que nadie lo
nombre en vano, que nadie haga un mísero esfuerzo por ponderar lo que de aquí
en más iremos a publicar de este fraude escrito con mayúsculas». Es lo que se
nos ha pedido también. Y como todo, será una tarea vana, porque igual de vano
será esperar alguna gloria de él.
Maldito aquel que lo aliente, maldito aquel que lo hunda en
falsas ilusiones.
Marcelo López Marán (Poli) es un error. Y como tal debería ser
eliminado de nuestros registros.
Pero el Infierno es un Caos. Y en
cualquier infierno que se precie, el error es considerado una virtud. No
seremos nosotros quien lo hagamos desistir de su inútil peregrinar. Después de
todo, ¿qué importa? En un universo tan vasto y tan indiferente, un alma fuera
de lugar es un exotismo, y haga lo que haga, no irá a cambiar una miserable
cosa, no será siquiera una leve mugre en la uña de la historia.
Dejémoslo, por tanto, mantenerse en su ingenuidad.
Porque Marcelo López Marán (Poli) ahí anda ahora, hablando,
escribiendo, resistiendo. Como si alguno tuviera ganas de entender lo que nos quiera
decir.
Ya es muy tarde para todo esto.
Marcelo López Marán (Poli) está muerto. Y nosotros, sus
demonios personales, apenas sí tenemos la fuerza bruta para transcribir su
obra, como biografía insípida y completa, para condena peor. Es lo que nos toca
como criaturas bajas, que es como decir criaturas de su baja invención.
Que Dios sea lo que quiera. Y que el Adversario se apiade de
eso.
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