Track 18: Cuatro apuestas en picota
Cuatro apuestas en picota
Con su seriedad habitual y su mano arbitraria, la directora
agitaba sus puños de fatalidad. Sin mirarnos, sin prestarnos atención,
desprendía luego de su gruta de palma cuatro breves cascotitos de papel.
Momentos tan límites como esos sembraban siempre mis mayores dudas: ¿por qué
insistir en ascensos vanos en un correccional de mala muerte? ¿Quién homologaría
mi dudosa capacidad de coraje e insensatez? ¿Ante quiénes me jactaría por algunos
laureles de cabotaje? Mas ya la mesa estaba servida y los bollos picando como
pulgas. Tenía la ocasión de elegir uno, el que siempre disparaba a mi
izquierda. En esa veloz definición encaramaba mi estrategia y mi lucidez. No
había espacio para mucho más.
—Su tiempo señores. Buena suerte, si acaso existe.
Buena muerte para el indicado. Será Justicia.
La ruleta estaba oficialmente inaugurada. Me
apresuré a capturar mi papelito y arrugarlo aún más entre mis expectativas.
Nunca abría mi destino sino hasta controlar la suerte en los ojos ajenos. Mi
teoría ineficaz se apretujaba en el hallazgo de un gesto revelador o condenatorio.
La esperanza de victoria seguía los mandamientos de una cábala pagana. No tenía
sentido. La víctima portaba un código distinto cada vez. Podría ser cualquiera.
Podría ser yo.
Éramos sólo cuatro en el salón, cinco con la Directora.
Pero nunca la escuela denotaba mayor bullicio y agitación como en esas fechas,
en esas llamadas Competencias de Ascenso y Vacante. Fuera y desde temprano, se
acumulaba el papeleo y la burocracia que involucraría a los elegidos y se ensayaban
las odas y elegías para el nuevo héroe, para el nuevo caído. Dentro y con la
suerte en el puño, ya era tarde para todo arrepentimiento: apretados en esa
ronda fatal, no había espacio ni para una oración de última voluntad. La resolución
se precipitaba, aunque nadie movía una pestaña. Girando como en órbitas, paladeando
el aire agrio de lo inexorable, la directora apuraba el trámite: era tiempo de
jugar.
—Policía. Presentarse.
El de la derecha, no sin estremecimiento,
extendió ante el auditorio su destino fruncido.
—Soy yo.
Uno menos. Quedaban dos por
dilucidar. Tres, si me contaba con chances. Pero entonces, ya me sentí vencido.
Me lo dictaba el halo que iluminaba al de enfrente y el brazo justiciero y
ansioso del de la izquierda. El azar, como la realidad, a la larga terminan por
condenarnos: El ladrón era yo.
—Bueno, ¿quién? –disparó la directora,
apoyando el revólver en la mesa desmantelada.
El policía nos observó uno a
uno, con liviandad primero, luego con más jerarquía. En lo recóndito de lo
indecible, Indagaba por ese signo, por esa mancha, por ese error delator. De
pronto, se detuvo mucho tiempo en mi entrecejo. Encontró algo que intentaba
evadirse en mi pestañeo titilante y se empezó a convencer. Los segundos eran
universos y las miradas se insultaban con aire escandaloso. Poco a poco me fui
sintiendo, a pesar de mi experiencia y mi ventaja, me sentí flaquear. El tipo
se decidió:
—Es él –dijo con firmeza—. Es
Lucas.
Todos se levantaron espantados
tirando las sillas al caer. Vi la desolación a la que había sido arrojado de
golpe, entregué la espalda y corrí hacia la salida, propiciando la huída
cobarde y afirmativa de mi categoría. «Ladrón». Al instante, entre borbotones
de ideas asistí a la rápida condena del Juez. ¡3 tiros en la nuca! En algún
lugar del espacio, imaginé al verdugo, revólver en mano, dichoso de su
condición, de un blanco tan fácil, tan cooperativo, tan al alcance de un
gatillo redentor. Creo que lloré y tironeando la puerta clausurada, alcancé a
contar los impactos. Uno, dos, tres...
¡Blamm! ¡Blamm!
¡Blamm!
Por increíble que me
pareciera, aún escuché fuera la algarabía por la ejecución y el aplauso para los
justicieros. Aún pensé en mi ventaja que había dejado de ser tal y en el papel
que jamás tuve ocasión de desempeñar. Aún percibí el frío de la muerte
repercutiendo en mi cuerpo sin vida, rebotando en el piso de parqué: Uno, dos,
tres...
Pero la calma le ganó al disturbio.
—Listo. Ha concluido, hijo. No
es necesario tanto escándalo.
Entonces, no había fallado. Mi
madre, la directora de la Escuela de Ladrones, había actuado en consecuencia,
conservando mi ventaja una vez más. Respiré muy profundo hasta rescatar mi alma
del infierno y subirlo a mi razonamiento destartalado. Fuera, comenzaban las
canciones solemnes. Dentro, se amontonaban tres cadáveres y se anotaban las
cifras de rigor. Entre brumas de agonía y efluvios de miedo desahogado, me
sentí un canalla. Tantas trampas, tantos secretos, tanta protección de
evidencia, terminan por volverte un canijo. Cuando pude hacerlo, por fin hablé:
—Es la primera vez que te
cargás los tres al mismo tiempo. ¿Cómo lo vas a justificar, mamá?
—No seas papanatas. ¿Te
olvidás que mamucha todo lo puede? Pero la próxima vez, al menos hacé bien tu
parte. ¿Será mucho pedir?
Me tiró mi papel, casi
consumido por tanta compresión de mi palma. Antes de descubrirlo del todo, ya
empecé a presentir lo imperdonable de mi omisión. En birome gruesa y roja, se
leía, se denunciaba mi sorteada condición:
Verdugo
La miré con resignación y
vergüenza, mas mi madre estaba lejos ya, era una valquiria seleccionando los
despojos de los nuevos caídos. Entonces, de algún modo, volví a comprender el Juego,
el vedado, el verdadero, el que nos iría a salvar: En una Escuela de Ladrones,
no se gradúa el más fuerte ni el más afortunado. Somos los infiltrados, los
necesarios para la rueda del crimen quienes portamos las tuercas, las más
insignificantes, las que la hacen funcionar. Me sentí más justificado. Algo,
allá afuera esperaba por mí. Y mi madre todo lo haría con tal de ponerme en el
lugar debido. No había otra forma. Sólo quedaba simular.
Abrí la puerta y el sol me
abrazó el pecho. Me entregué a la admiración general de futuros forajidos, de
prematuros cadáveres sin fosa. La Escuela entera cantaba por su héroe y por sus
vencidos. Entre vítores y risas, miré a mi madre y recordé sus primeras
palabras cuando llegué acá: «El azar y la realidad nunca mienten. Sólo se nos
van postergando. Hasta que todos seamos puestos en nuestro lugar». Sonreí a la
diosa guerrera, me encomendé a nuestro cercano Ragnarök y me abandoné al regocijo
de momento. Supe que en algún otro día, en algún lugar aún impracticado, me
encontraría al fin conmigo mismo. Allí todos nos jugaríamos la vida hasta la
muerte. Y ya no habría motivos para no ejecutarme con toda razón.
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