Track 17: Acerca de la construcción de un puente
Pasó el último enero de nuestras vidas (o de las vuestras) y ya ahora sí nos han confinado al indistinto rutinario de esta inútil compilación. Pero es nuestro trabajo, nos castiga el Oscuro. Y allá vamos, entonces. Febrero es así. Como nuestro autor. Marán es un puente caído. También para nosotros. Sigamos soportándolo así.
Acerca de la construcción de un puente
Algún
amanecer en un automóvil, bajo una niebla de lluvia, el magister y amigo Rafa
C. nos refirió la historia siguiente: Que había una mujer de rasgos y cuna
alemana, que había estudiado con Borges y Bioy, que había sabido contraer
nupcias con un portentoso arquitecto de procedencia y linaje desconocidos, que
tanto más la empequeñecía a ella cuando más se lo acercaba a él. Sea por
circunstancias del camino o el caprichoso azar, pronto la historia de la mujer
dio paso a la del hombre. El magister amigo nos reseñó que —entre diversos
méritos colosales— la leyenda de este profesional descansaba en la construcción de un puente,
casualmente este derruido puente Chaco—Corrientes por el cual ahora andábamos
rodando: Tan grandiosa es esta obra para el imaginario mesopotámico, y sin
embargo el tipo lo había planificado de punta a punta en una siesta de
aburrimiento, base por base, torre por torre, ladrillo por ladrillo.
Imaginamos
esa mole profunda emergiendo de repente como un latigazo gris, atravesando como
herida dolorosa el lomo escandaloso del Paraná.
—Es la
obra de un Titán —debí decir—, el trabajo de un monstruo formidable e
insensato, capaz de llevar en su amplio hombro una estructura tan compleja como
ésta —debí agregar, aunque con palabras más pobres y más chuscas—. Mi otro
amigo, el Profesor de Literatura, aún entre carcajadas, coincidió con mi
apreciación.
En ese
instante, alcanzamos el punto más alto. A través de las ventanillas castigadas,
los tres admiramos la portentosa edificación. Tan contundente y magna se
sentía, que —dudamos— resultaba improbable de ser realizada hasta para un
hombre con esas cualidades. Seguramente —razoné en alto— el tipo debió
construirlo por etapas; sea armando el puente de pie, tobillos y media
pantorrilla en el agua, encastrando bloques, vigas y cables de acero, unos
contra otros, como en un juego de tetris o de rastis; sea descansando entre
columnas, echado sobre sus espaldas, su pecho y algunas costillas altas bañados
por el sol, el agua en oleajes buscándole las clavículas; sea poniéndose de
rodillas, ajustando bases, pilotes y columnas, sus más leves movimientos
devastando a inundaciones las costas
aledañas; sea echado pleno frente al sol, haciendo plancha brazos a la nuca o
tomando tereré desde la boca del más grande surubí, una canoa de mallonero como
termo, un tubo de cañería subfluvial a modo de bombilla; todo a su ritmo
cansino de una jornada, que para nosotros podría representar algunos siglos
detrás.
Al instante
como en un sueño, vimos a muchos como nosotros subiendo en masa sobre el
puente, avanzando diminutos, apresurados, en fila de autos o a pie, llegando al
límite de la construcción y esperando se colocara el próximo bloque para
avanzar, para pasarnos de una provincia a la otra. Y ante la poca celeridad del
Gigante, nos vimos de pronto reaccionando como muchedumbre, profiriendo
obscenidades a la madre del constructor aquél, insultos de ¡Metele, Hijo de
puta! y de puño alzado, señalándolo con dedos graves y burlándonos de su
calvicie intuida, pues nada más que sus rodillas podíamos ver, y arriba de
nosotros su barriga como baúl oscurecía el cielo y de ella llovía agua del
Paraná, y caían cenizas incendiarias de la chimenea de algún pucho de cigarro,
que allá en la estratósfera de su boca apenas se dibujaba como hilito de un
avión de chorro. Pero nosotros nos bufábamos de él, de su trabajo, o lo
puteábamos a sabiendas de que en sus alturas nuestras voces serían zumbidos de
mosquitos. Y su tos o su canto, o lo que el tipo hablaba tal vez para sí mismo,
semejaba una batería de truenos que nos echaba por tierra como a paganos
castigados por ese dios ignorante de nuestro desbande, de nuestra religión
tambaleante, de la necesidad imperiosa de cruzar de ciudad.
Pero el
Fenómeno construía y seguía construyendo, y así posibilitaba que los efímeros
pudiésemos hermanarnos y fuésemos a vernos el uno con el otro, y pudiésemos
llevar estas historias a nuestros comprovincianos cualquier día, cualquier
noche, o una madrugada de lluvia como la de hoy. Pero nosotros más lo
insultábamos. Y el Coloso, acaso advertido por un carancho amigo, supo luego de
nuestro incorrecto proceder, y quiso corrernos, pero a cada paso que daba, sus
piernas lo avanzaban días y nos dejaban muy detrás, así que volteaba y volvía a
alejarse y lo único que conseguía era continuar arrasando ambas provincias a
pura calamidad, accidentes que lo obligaban en su nobleza a recomenzar con la
construcción no sólo del puente, sino de todo el litoral. Y así cansado de
cosas que no entendía, el Arquitecto Titán apenas sí tuvo el humor para
ignorarnos, dejarnos este puente enclenque y mandarse a mudar.
Por
eso, hoy cruzar el Chaco-Corrientes es una maldición. Pero en los libros
sapienciales, o en las noticias de la radio local, se ha escrito o leído que un
equipo de excelentes, el mejor en 50 años, vendrá un día a trazar los planos de
un puente segundo, el que todos nos merecemos por ser buenos ciudadanos y
dejarnos domesticar. Con la tecnología de hoy, y la alineación de municipio,
provincia y nación —esas voces nos aseguraron— hoy ya no se necesita de un
Titán que nos haga el trabajo, debemos hacerlo nosotros, porque sí se puede, y
en seguida escuchamos que el pueblo aplaude y grita un sapukay fuerte, aunque
ya no tenga fuerzas ni para comer. Porque el futuro —nos señalaron— finalmente
llegó con ellos para salvarnos a todos los provincianos, quienes con lágrimas
en los ojos hoy lo piensan, y se estremecen en la maltratada esperanza.
Pero el
magister Rafa C. nos confió lo contrario: Nada fue como lo intuimos y el puente
fue hecho por una vasta cuadrilla de obreros pobres y peronistas que, mientras
trabajaban a destajo, cantaban la marcha que —por un instante inmortal— los
convertía en héroes anónimos, aún cuando los vientos de la derecha se
encargaban de desbarrancarlos una y otra vez, como cascotes de hormigón; o un
accidente librado por dioses oligarcas los hundía en sus vidas ya hundidas, en
caída libre al infierno de cemento o al hosco Paraná.
—Ya
ven, muchachos, al final no era tan agradable— nos asegura el amigo magister,
mientras inicia el descenso. Pero nosotros marchamos cantando como aquellos
héroes, y nos los imaginamos con orgullo, mientras la lluvia nos borronea la
cara.
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