Track 15: Entre cruces
Ha pasado la Navidad, y como todo ese jolgorio nos es ajeno no hubo reparo alguno por parte del Rojo Oscuro. Por el contrario, nos envalentonó a encontrar entre la insoportable obra de nuestro autor de marras alguna especie de delirio místico. Hemos de ser justos demonios. Nuestro amigo nunca nos deja sin cola. He aquí esta especie de resurrección. Suponemos que no estará tan mal.
Entre cruces
Me
despertó el sol entre los barrotes, la boca desierta, la pesadilla que más tarde
se volvería certeza. El padre rezaba de rodillas, de frente a la pared. Sus
plegarias eran inexplicables y un poco exageradas para un alma miserable como
la mía. Pero de eso se trata la fe. Su compasión era mi esperanza, a la puerta
del eterno descanso.
Verlo
en ese hueco húmedo me tentó. Lo golpeé de puño en la nuca. Apenas lo moví.
Duro como piedra, pude adivinar el trance al que el pastor se sometía en mi
nombre. Casi que me conmovió esa apresurada voluntad por torcer los símbolos
que me acechaban. Pero ya no había chances. Ni para el cura ni para mí. Yo
había soñado con la cruz. Ya no existía milagro que pudiese revocar la
ejecución de un destino.
Los
guardias vinieron con su rosario de cadenas. Sacaron al padre a empellones,
como si el cielo no cupiera en ese lugar. Me pararon a golpes e insultos, me
desvistieron para enseguida vestirme de grillos y esposas delante de los otros
candidatos. Pero en la celda, salvo yo, nadie se trastornaba. Todos dormían,
como esfumados de carne, como un asunto ajeno a su alma. Y yo no soportaba
tanta angustia, tanta conmiseración propia. Aún mi poco margen, mantenía apenas
la frente en alto y el silencio bajo custodia. Tal de escasa era ya mi
dignidad.
Me
arrastraron al pasillo verde y tres bestias de solemne uniforme me cercaron:
uno a mi derecha, uno a mi espalda, uno a mi izquierda. Una policía pálida y
menudita, que nunca había visto—como nunca volvería a ver, a ninguno— esa delicada
policía se me puso al frente, de espaldas. Parándose en puntas de pie, se
recostó casi para ofrecerme –motivada o inconsciente– el severo roce de sus
nalgas. Su falta de delicadezas me excitó hasta la erección. Entonces, como
cumpliendo ceremonias, ella alzó las botas y marchó, cantando. Todos nos
movimos al ritmo de su voz. Era esa mujer una sirena monstruosa. Y su canto
estremecía como un nudo en la garganta, como si la horca de afuera ya me
llegara a alcanzar, a rodear, a apretar. Pero la mujer cantaba y nosotros
marchábamos. Yo iba duro como una piedra. Tal vez por su marcha, tal vez por
sus nalgas, tal vez por esa voz de mañana que me aturdía el ayer.
Salimos
a la plaza. Los alaridos y la mofa de una multitud como de pueblo se me
vinieron encima. Sin poder protegerme, pasamos frente a la muchedumbre, frente
al patíbulo, frente a la horca de metal. Pero a mí me tocaba la cruz. Yo había
soñado sus formas y a esa representación me debía, como ofrenda popular. De
tanto en tanto, la gente coreaba mi nombre, así como se homenajea a un campeón.
Supe que era el héroe caído, justo el que esa ciudad necesitaba tal vez para
redimirse, tal vez por simple diversión.
Llegamos
a los portales abiertos. Encaramos para el calvario del desierto, que también
me soñó. La puerta se cerró detrás y aún marchamos arenas adentro. Yo era un
cuerpo sin substancia, una cáscara vacía y silenciosa, y me arrastraba sucio de
espanto y obscenidad. Entre el sudor que me borroneaba la vista volteé a ver al
pueblo entero encaramado a los muros, testificando el momento en silencio de
rito.
La
procesión nos detuvo en el lugar de la calavera. Enseguida, la lúbrica policía
redobló su canto. Al instante, todos la siguieron en alto coro. Entre aquellas
letras, me bautizaron El Imperdonable. Y con esa etiqueta en la cruz, me
abrieron las cadenas, las alas, los brazos. Me acostaron sobre la madera y
luego llegó el martilleo, los estigmas en las palmas, en la frente, en los
pies. Comprendí que solo en una ficción —y acaso en la oniria— el dolor es una
cosa soportable. Y las heridas se asemejan apenas a un hormigueo sin sangre, a
una flama metálica cauterizada al contacto. Apenas por esos detalles me mantuve
consciente. Y supe en el transcurso aquellas cosas que los efímeros no podemos
comprender.
Tras
una crucifixión burocrática y plena de desatinos, me ofrecieron al desierto. Me
apuntalaron y al instante corrieron a refugiarse en las murallas, como llevados
por el horror de una blasfemia. El polvo que levantó la estampida se disolvió
en mi alto silencio, en mi tremenda soledad. Por el sol que me pegaba derecho,
calculé que estábamos en el mediodía. Ni cuervos ni hienas perjudicaban mi
privada agonía. Yo miraba esa extensión y me extendía en el sueño que —en algún
momento— debía volverse real. Pero el tiempo pasaba y la nada me pasaba entre
silencio de condena perpetua.
Justo
cuando se alzó el viento, me interrumpió la hechicera. Apenas un trapo la
protegía del sol. Apenas un diente le salpicaba la boca. Apenas su sombra la
separaba de un espejismo. Pero era ella hermosa. Se movía como eludiendo, con
movimientos de lince o de pantera. Y su mirada me apuntaba, indagaba por la
mía. En un momento ya no pude evadirla y al encontrarnos, sus ojos destellaron
lujuria. La cabellera se le pobló de serpientes y el cuello, de venas como
verdes raíces. Las tetas se le ampollaron y un líquido espeso le marcó la
entrepierna. Bufaba como toro cuando el cuerpo se le fue doblando, adoptando la
posición de esfinge. Ante mi horror, la bruja se modificaba lenta, como
doliendo en la misma piedra que la endurecía. Y yo estaba duro también. Y me
retorcía por vencer los clavos. Pero bajo la tormenta de arena que nos
carcomía, era yo una especie de piedra doble. No podía moverme. No podía ceder
mi erección. Y ahí nos quedamos los dos. Piedra contra piedra, como guardianes
en constante vigilia.
La
noche vino desde un oasis. Por las luces de la ciudad que nos alcanzaba, supe
que la batalla había comenzado. La hechicera me interrogaba sin hablar. Muchas
preguntas en idioma subversivo. Yo sufría en mi cuerpo de estatua, justo
delante de ella. Era la hora del demonio cuando su pose de esfinge se animó y
se extendió en una garra fría, descomunal. Desde una distancia soberbia se
aferró a mi verga endurecida, la retorció y me la apretujó contra mí, como si
deseara enterrarla en el cuerpo. Reía a carcajadas cuando mis simientes
brotaron por el hueco de su palma. Luego, la hechicera abrió un puño reseco: la
línea de su vida era una honda cicatriz que la recorría desde la muñeca hasta
sus pies. Y bajaba al desierto y avanzaba como terremoto, rasgando la tierra en
pedazos. Yo grité entre espasmos, viendo a la grieta enervarse, devorando en
surcos la base de la cruz. La pesadilla de la última noche me azotó las tripas.
Quise retraerme, sacudir las piernas, despertar en mi celda. Pero el sueño no
me lo permitió.
En
algún momento, la grieta tocó mis uñas. Me convirtió en dolor de pies a cabeza.
Sin pausa, devorándome en dosis, se dedicó a recorrerme entero, obligando a
crujir en músculos, a restallar en ligamentos y quebrantarme en huesos, como si
una lánguida metamorfosis me resquebrajara a chicotazos. El tiempo se me
hizo piel infinita. Hasta que al fin, cuando las fisuras mordieron mi cerebro,
la otredad me cautivó.
Aún
antes de abrir los ojos, supe que la hechicera era yo. Ya no presentía
erecciones en mi entrepierna, pero intuía mi cuerpo voluptuoso, joven,
arrogante. Aún tuve que esperar la nueva mañana para reconocerme. Mi pelo era
del largo del sol. Mis caderas superaban la madera. Y mis tetas pesaban de vida
por alimentar. Apenas escuché la algarabía que nos festejaba desde la ciudad.
Me sentí sola y de día. Un chillido sorprendió a mi boca, mientras la cruz iba
cediendo a mi opulencia. Antes de una hora, caí. Y en la caída, una fuerza
natural ofreció mis flamantes carnes al dolor del mundo. La antigua reina había
desaparecido: una nueva venía a reemplazarla. La Imperdonable estaba en mí.
Ha
pasado mucho. O tal vez no. No lo sé. Lo único seguro es que desde aquellos
tiempos vago en redonda, acechada por lobos y enredaderas, sin alejarme de los
muros. Y en las innumerables jornadas, lo único que hago es esperar por el
próximo condenado, el que vendrá desde dentro, precedido por el canto
legendario. Tal vez lo conozca, pienso con extraña expectativa. Tal vez sea uno
de mis compañeros de celda. Y la memoria se me tuerce de melancolías. Lo
recuerdo como si fuera hoy. Mis compañeros. Ese sueño. Ese canto. Los
rasgos que me precedieron. Y aunque en esta trampa de mujer me vea para siempre
voluptuosa, joven y arrogante, por dentro me siento sola y envejecida. Y lejos
de casa, de los muros que una vez me cobijaron, lloro tanto por mi esplendor
desperdiciado.
Nunca más fui tan dichoso como cuando fui el sueño de un hombre libre, en una celda estrecha, de piedra, sin sol.
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