Track 13: Pólvora en el viento

Tras unos días de sosiego, volvemos a nuestra piedra de Sísifo. Esta vez, y acaso por el fanatismo que se le conoce al Adversario por los Diablos Rojos, con este despropósito del tal Marán apuntado hacia el fútbol, que es lo mismo que decir hacia las guerras. No obstante, un mínimo de crédito le otorgamos a esta historia. Pensamos que no está tan mal ensalzar la violencia en un campo deportivo, más aún cuando venimos perdiendo por goleada.


Pólvora en el viento


I - (A mano alzada)

La cueva del monte la encuentra Nenus. Yo lo acompaño ese día. Pero el baqueano, el expedicionario, el adelantado siempre ha sido él. Es febrero. Es 1986. Faltan 4 meses para que el Diego nos gambetee a todos allá en México. Mientras esperamos por ese Mundial, pescamos en la zanja. Hoy en esta siesta sin mitos ni pomberos, hoy las tarariras, las tortugas, los rabinchos se hacen rogar. No pasa nada. Sentados en sombra, atrapados en el embole de esperar por un pique que no llega, el Nenus se levanta, se pone la remera, me hace una seña.

—Vamo a buscá fruta —me dice.

Voy con él, total para custodiar las cañas, el jugo y los paquetes de Lincoln, para eso están Hugo, Caram, Mosquito y alguno más que mi memoria de pronto escamotea. Comprendo que el tiempo me está pasando, que me debo apurar, si es que no quiero rezagarme. Entonces, me levanto. Lo alcanzo al Nenus y nos mandamos para el inexplorado sur, para el corazón de esa selva aún virgen como nosotros, que creemos que todo lo que vale la pena nos espera en el monte detrás.

Nenus es de esos líderes inquietos, de esos que no piden permisos ni respetan a nadie que no sea digno de confianza. Es valiente y cuenta con esa sabiduría que te otorga la calle. Nenus me cuenta, mientras caminamos, me habla de cómo reconocer víboras y avispas; de cómo fabricar anzuelos con clavos; de su infancia en el borde del Paraná, donde nadaba como Patoruzú. Cada tanto se interrumpe y en dos zancadas trepa cualquier árbol alto, para ver por dónde andamos, para saber cómo guiarnos mejor.

Salvo algunos huevitos de gallo, algunos frutos rojos del diablo, no encontramos mucho de valioso. Pero luego, desde las alturas de un mango, Nenus ve una cúpula de malezas que, me convence, se merece una investigación.

—Vamo, Poli —me dice.

Así nos topamos con la entrada a una belleza natural. Una cueva perfecta, con entramado de ramas y raíces interminables, huecos dentro de galerías, una tierra fresca y arenosa, ideal para combatir al inquebrantable sol.

—Qué buen lugar, loco —le digo.

—Sí, pero esto tiene dueño.

Y me muestra los restos de leña quemada, de yerba mate, de migas esparcidas.

 

Al rato nomás caen ellos, los dueños, los del 17. Antes de que fuesen los del Barrio Chino, antes de que nosotros fuésemos el Pabellón, en ese tiempo nos reconocemos por nuestro número de monoblock. Nosotros somos los del 13. Y ellos, los del 17, se mueven en grupo agresivo, van armados con palos lustrados y nos triplican en número. El grandote que viene al frente es Satanás. Yo lo conozco: su hermano es mi compañero en cuarto grado. Pero eso no nos salvará. Hemos usurpado su cueva y tamaña ofensa lo trae echando humo, un humo de incendio infernal.

— ¿Qué hacen acá, pelotúos? —nos grita—. Rajen, si no quieren ligá.

Pero el Nenus jamás elude una contienda.

— ¿Vó só el jefe? —pregunta.

— ¿Y a vó qué te parece?

Nenus me mira. Sé lo que va a hacer. Lo conozco. Escupe a un costado y le propone la guerra. Con la mano extendida como pacto, le suelta el desafío:

—El que gana se queda con la cueva.

Luego de una mínima sorpresa que se percibe en la mirada, Satanás retoma su temple, su liderazgo, su ironía:

—Hecho —cierra y redobla la apuesta—. Y al que pierde, lo culeámo.

Satanás ríe fuerte y parece en verdad un ángel caído. Todos lo imitan y esto parece el auténtico averno. Me siento inquieto. Pero Nenus no se achica. No contesta. No hace falta explicar los ritos previos a un mano a mano. Lo mira fijo, mientras se saca la remera y muestra sus cicatrices de pendejo inquieto. Satanás lo imita, y no se queda atrás en cuanto a marcas: su cuero cosido es intimidante, su caja es casi la de un adulto guerrero. Los demás se mueven, hacen el círculo, y yo quedo dentro, custodiado por un rubio de flequillo que todos llaman Rito.

—Te voy a matá —dice Satanás—. A vó y a tu amigo.

—Veremo —le sostiene Nenus.

 

La pelea se inicia. Mano a mano, los jefes se trenzan en una nube de puños, patadas, revuelcos y cabezazos. El Nenus es corajudo, pero se nota que Satanás está ganando. Ya mi amigo empieza a cerrarse de un ojo, a sangrar de nariz, a llenarse de polvo la espalda desnuda. Me sale ayudarlo, pero Rito y su palo me miran a mí, me apuntan con celo, manteniéndome a raya. Además, son muchos. Pienso qué bien nos vendría la ayuda de los nuestros, quizás salieron a buscarnos en vez de estar silbando y esperando por tarariras. Una suerte así es poco probable. Estamos solos y apenas me queda hinchar por mi amigo, rogar por un milagro. Su derrota es también la mía. Y no hay nadie más a quien acudir. Ante el griterío general, viendo a esos dos gladiadores, me pienso dentro de un coliseo romano, donde nuestra suerte depende de una voluntad ajena y cruel. Los adversarios se dan de lo lindo. Y a pesar de que Satanás pega duro, el Nenus no se entrega. Cae y se levanta, retrocede y avanza, parece muerto pero es muy vivo y tiene aguante. Yo lo conozco: Está resistiendo y esperando su chance. Algo va a hacer.

Luego de una seguidilla de cachetazos, Nenus tambalea. Satanás lo tira de un patadón y se deja llevar por la gloria que le tributan los gritos de los suyos. Como en las pelis, grita algo antes de acercarse a terminarlo. Nenus desde el suelo se hace un ovillo, se entrega. Pero enseguida, como un relámpago que nadie ve venir, saca la trompada, una mano fibrosa que sacude la mandíbula rival y hace tambalear el combate. Satanás cae limpio, estupefacto. Se nota la confusión en su cara fea, en sus ojos mareados. Nenus aprovecha y se transforma él en un diablo. Lo arrincona y lo patea como a un perro malo, como a un caballo muerto. Cinco, siete, nueve puntinazos, todos a la cabeza, a las costillas, a los huevos. Y algo como llanto empieza a brotar de ese grandote infernal.

¡Ayyyyyyyyy ¡ ¡¡Ayyyyyyyggggggghhhhhh!! ¡¡¡¡Aaayyyyggggggggggggghhhhuiiiiii!!!!

En ese instante, tengo miedo. Esos gemidos son portavoces de la desgracia por venir. Los demás no lo soportan tampoco, no pueden aceptar la debacle del jefe y se apuran a cerrar el círculo. No hay tiempo ya para ganar, para perder. La memoria se me borronea, tengo que apresurarme.

Nunca fui muy valiente ni decidido, pero entonces sé que no puedo quedarme ahí. Ante su mínima desatención, empujo a Rito por el pecho, le arranco su palo lustrado y a las patadas, garrotazos y empujones atravieso el círculo, nunca me pregunten cómo. Es el instinto de supervivencia que se activa. Nos iban a matar, Nenus… ¿Te acordás? Por supuesto que sí. Por eso me lanzo a puro porrazo contra todo lo que tengo delante, les saco sangre, les lleno de chichones y de dudas. No esperaban ser atacados y esa ventaja nos resulta decisiva. Ya estoy con Nenus, lo sacudo como trapo y le grito en la misma jeta sacada.

— ¡Correeé, bolúuuudooo!

Salimos arando, la infantería enemiga detrás. Nenus va disparado delante y a mí solo se me ocurre seguirlo. De no ser por su capacidad de orientación de seguro nos van a cazar. Pero somos jóvenes y flacos, veloces y escurridizos. No hay ningún plan. Más que correr y correr.

 

En un sorprendente tranco de tiempo, estamos en la zanja, Nenus llamando a Hugo, su hermano mayor. Cuando llegan los del 17, los bandos estamos bien definidos. Ahora somos 6 y 6. También nosotros contamos con palos como garrotes. Y si Nenus es líder por coraje, su hermano lo es por edad. De modo que ahora la cosa cambia. Ahora somos los de Hugo y Nenus contra los de Satanás. Puestos en cordón, como ellos, con la zanja como testigo, nos prometemos la guerra inminente. Me doy cuenta de que otra vez estoy delante de Rito y algo me dice que –en esa batalla de héroes chuscos– él es mi némesis, mi rival destinado. Tanto nosotros dos como los de cada bando estamos hechos de pólvora, a punto de convertirnos en fuego. Rito es más alto, más grandote que yo. Me va a hacer pedazos, estoy seguro. Pero también sé que no puedo evitarlo. En algún momento, aunque la hoguera interna me estalle en la cara, sé que deberé agarrarme a las trompadas con él.

Pero esa siesta, ante el emparejamiento de fuerzas, nadie da el ataque y los líderes se van en amenazas de pecho, en manotazos al aire, en insultos del qué, qué, qué te pasa, y a vó qué. Una carga de pólvora al que humedece el respeto mutuo. Finalmente, Satanás vacila, se suena la nariz sanguinolenta, voltea, se lleva a los suyos.

—Ya los vamo a agarrar.

—Cuando quieran.

 

Desde ese día tratamos de movernos en grupo. Ambos bandos sabemos que, en solitario, somos carne de cañón. Y las emboscadas y las trampas tendrán la cara de la moneda corriente. Con todo, hay mano a manos. Pasa lo de Caram contra el Rata. Lo de Mosquito contra Fuyí. Y cada jeta marcada, cada cicatriz de sangre, cada moretón de brazo es una afrenta que soportan, apenas, ambos bandos por igual.

¿Por cuántos días nos agredimos así?

No lo sé. La memoria es también un resumen, un salto de tiempo que sirve para descontar.



 II - (En guardia baja)

Un día de mayo ocurre lo del campeonato, el torneo del Martín Fierro. La inminencia del Mundial lo enfervoriza todo. Como buenos pibes futboleros nos anotamos. También se anotan los del 17 y muchos más. Hay como 30 equipos, entre el barrio y alrededores. La noche antes se hace el sorteo, en casa de don Bigotes. Sin que nadie lo mencione, se palpa una expectativa inusual. Todos saben de la pica que nos enemista. ¿Qué chances hay de que el azar nos enfrente? Pero los dioses se ríen de nosotros y, ya en primera ronda, un par de oportunos papelitos nos convierte en rivales a vencer.

El partido se juega un sábado a la siesta. Después del sorteo y antes de entrar a la cancha, nos reunimos a darnos aires. Nos sabemos mejores y nos prometemos darle a esos indios de mierda una paliza futbolística, antes que física. Si los goleamos, será más doloroso que una buena cagada a piñas. Que sepan quiénes somos. Que vean la nobleza que nos asiste.

 

Hace un buen rato ya que se juega. Curiosamente, somos nosotros quienes apelamos primero al juego sucio, al no poder creer que esa caterva nos cierre los caminos, nos domine la pelotita, nos reduzca a la impotencia. Vamos 0 a 0 y ellos controlan todo. Satanás juega y ordena, Rito tiene una fuerza incontrolable, hay un chiquito que apodan Tapir que nos marimbea de a dos y de a tres, y los demás están todos bien parados. Pasa el tiempo y la vemos pasar. Por puro milagro mantenemos el 0 a favor. Tapir se erra un gol imposible. Rito nos rompe el travesaño en un tiro libre. Nuestro arquero se quema los codos y las rodillas de tanto revolcarse. Y el miedo a perder nos ciega.

Ponemos una pierna, un brazo, un codo. Ellos, obvio, nos las devuelven entre risitas e insultos bajos. Con sorna primero, con mucha rabia acumulada después. Así empieza el desmadre. Nunca volveré a jugar un partido tan violento. De pronto, el orgullo y la afrenta hierven como sangre para uno u otro lado. De pronto, ya no es un partido. Es la pelea postergada, a muerte y verdad. En la canchita, la justicia tambalea como el árbitro, un vecino doblado que dirige por el vino y la soda, que ya los lleva encima. Es decir, ni siquiera nos ve cruzar.

Entonces, es cacería. Desde afuera, los vecinos forman un círculo que nos va encerrando. Toda las 1.000 está de pronto ahí, en ese nuevo coliseo. El griterío es ensordecedor y cada cruce asesino se festeja como un gol. Pasa el tiempo y no pasa el odio. Falta mucho. Y la batalla nos empieza a moler. Ya no damos más. Ellos no solo son mejores, además son más fuertes, más resistentes. Nos miramos con Hugo, con Nenus, sin poder hablar. Ya estamos vencidos, antes del final.

Satanás lo sabe, se la pide a su arquero y se manda desde su área. Es un gigante que lo arrastra todo. Cada uno que sale a detenerlo rebota y queda esparcido, superado. Pero Nenus, el Nenus nunca se rinde. Desde lejos lo ha previsto y como una bestia lo persigue sin cejar. Casi entrados al área, le mete el tranque desleal, la zancadilla aparatosa. Satanás es un árbol talado. Polvos de peladuras lo lastiman feo. Cuando intenta incorporarse para destrozar al Nenus, es el turno de Hugo, el hermano mayor. De algún lado aparece su patada voladora: su zapatilla se hunde en la espalda de Satanás y lo vuelve a derribar. Los hermanos no pierden tiempo, lo atacan en par y todo se va a las manos final. Corremos, ambos bandos, nos movemos a ese epicentro sacando trompadas y patadas ciegas, al voleo, al que pasa. Nunca más pelearé como esa vez, contra todo y contra todos. Voy pegando y poniendo mi guardia, retrocediendo. Mis espaldas chocan contra alguien. Volteo y lo veo voltear: Rito. El hado nos encara, una vez más. Los otros no importan. He aquí mi duelo definitivo. La pólvora se nos derrama de las manos. Es tiempo de pagar el incendio debido.

Aparte de más físico, Rito tiene mayor largo de brazos y parece que sabe pelear. Se agazapa, me hace una finta de campeón y me tira con todo. Pero mi mérito reside en saber esquivar. Me hago a un lado como torero y al verle el tronco descubierto, le hundo la zapatilla en el estómago. Cuando se dobla por el impacto, aprovecho para darle de costado, le doblo la nariz de una trompada y con otro puñetazo en la nuca le sacudo hasta el flequillo. Rito tambalea. En ese segundo, alguno me ensarta desde atrás, en la cabeza. Tambaleo yo, mientras busco al culpable. Alguien me dirá luego quién me pegó, y yo lo recordaré simulando un estado de imparcialidad. Pero ahora, me siento mareado y lo veo a Rito, sangrando desde su nariz deforme. Me tira una piña tremenda, que pega en mi pera, me hace doler los oídos y ver todo gris. Voy a caer y él vendrá a terminarme. No caigo, porque alguien, tal vez amigo, tal vez rival, me empuja desde el otro lado. Entonces, trastabillando en negro, veo a un montón de gente nueva, que se ha metido a la cancha, en grupos temerarios. En la oscuridad busco a mis amigos. Cuando vuelvo, Nenus me está sacudiendo para que reaccione. A Rito, una señora le está enderezando la nariz. Veo algún hermano grande a las trompadas con mi propio hermano grande. Veo también padres que corren y acaso algún abuelo. Cuatro generaciones en ese combate deportivo, cuatro generaciones trenzadas, agigantando el desastre. Que parece nunca irá a terminar.

Pero cuando cae alguno de los abuelos alcanzado por una piña furtiva, nos damos cuenta de que fuimos muy lejos. Vecinos más razonables entran a separar. Escupiendo sangre y arena, nos vamos calmando. Recién entonces, el árbitro reaparece a suspender el partido. En decisión de rey salomónico decide nuestra suerte por unos tiros penales que no nos favorecen, que nos salen mal. Nuestros tiros van todos en el palo, en el arquero o por arriba del travesaño.

Los del Chino, los del 17, festejan su clasificación menos que habernos eliminado. Nosotros nos vamos, masticando bronca y orgullo. El cuerpo duele y nunca más dolerá como aquella vez. Es tarde en la noche y apenas sí puedo dormir. Pienso en Rito, en ese duelo que terminó en empate. Algo me dice que nunca más nos volveremos a pelear como aquella vez.

 

¿Y después?

 

Después todo cambia. Todos coincidimos en que la rabia, la mala rabia se nos ha consumido aquel día. Como se consume mi memoria cada día, cada vez. Por un tiempo sin embargo, nos seguimos midiendo. Aunque ya con menos vehemencia, con menos rabia, con menos emoción. Un sábado a la noche, Satanás cae en cana, en una riña de bailongo. Dicen que liquidó a otro, un pibe del Cambá Cuá. Y eso le asegura muchos años guardado. Poco después, los hermanos Nenus y Hugo se mudan a otro barrio. Nunca más los volvemos a ver. Y caído los líderes, las bandas se dispersan, se vuelven olvido.

 

¿Cuánto hace que pasó eso?



 III – Pólvora en el viento

Hoy es 8 de agosto. Es 2010. De aquella vez nos alejan los años y las responsabilidades. Ahora jugamos amistosos. Ya no existen cuevas y apenas sí nos enojamos con nuestros hijos, que se portan igual o peor de mal. No sé más, salvo que hasta el día de hoy ya no me he peleado como aquella vez.

—Yo sí. Me peleé muchas vece, Poli.

—Ah, ¿sí?

—Seeee. Pero nunca má nadie me dobló la narí.

Rito ríe a carcajadas. Pienso en contestarle algo hiriente o confrontador. Pero la mirada de su hermana, que es también mi esposa, me obliga a sonreír. Apenas. Miro a su padre, mi suegro, quien también peleó aquella tarde. ¿O no? Ya no me acuerdo. El tipo se mantiene, es bueno cocinando chorizos y chinchulines. Pienso que debería ir a darle una mano. Rito me pasa la cerveza, la botella, para que tome directo del pico. Me cuenta eso de que las guerras nunca terminan. Que las diferencias nunca se zanjan. Que el destino de todo héroe es caer en combate.

—Algún día vamo a completá esa pelea —carcajea, acaso envalentonado por la birra.

Pienso en partirle la botella en la cabeza. En patearle al medio y volarle la nariz. O lo que le queda de flequillo. Pero también pienso en que ya no estamos en esa cancha o en la casita del monte detrás. En que no somos héroes de nada, de nadie. En que alguna vez nos movimos en las sombras de una historia que ya no existe. Y hoy apenas nos esfumamos como pólvora en el viento. A veces pienso mucho, me digo. Y la cabeza se me vuelve rabioso pasado. Aprieto la botella, por el cuello la aprieto, y me mando. La cerveza es un trago amargo que alborota la garganta.




Comentarios

Entradas más populares de este blog

Track 6: Fantasmagoría

Track 7: Huelga inmovilización

Track 23: Learning to fly