Track 10: Triángulos
Esto de tener que presentarnos cada día y exponer nuestro ruin trabajo es indignante. ¡Ah, el castigo por ser un demonio menor! Pero aquí vamos, ya que el Jefe Rojo anda cerca y no acepta el tiempo gastado. Justo él que todo lo ha gastado en el mundo, en el cerebro de nuestro autor. Pero dijo que esto de la pesca, de la aventura, de la tierna primaria lo vuelve menos Diablo, pero no menos viejo. Allá el tipo y sus traumas. El relato está acá. Que lo juzgue la nada misma. Que es el destino de estas letras.
Triángulos
Mi padre
lo sabe todo. Mientras tensa líneas en su habitación —para que no se corten o
se gasten, me enseña—, me cuenta la diversidad que se arremolina en ese sitio
oscuro del Paraná. Sábalos, surubíes, bagres amarillos, dorados, rayas, y hasta
alguna que otra especie de mar. ¿Cuándo vamos?, tiento a mi suerte. Esta semana seguro, me
entusiasma. Y me arma, de prepo, un mojarrero de anzuelo mosquito. Esa promesa
me puede. Y por las noches, en la cama, me imagino pescando algún monstruo
deforme, inclasificable, abisal.
Pero
llega el sábado y ya sé que nada ocurrirá. Los sábados no pica, me asegura mi
padre. Vamos el viernes que viene. Los viernes siempre algo se saca. Y se saca de lo lindo.
Tengo 11
años y estoy en 6º. Ese lunes, la maestra llega inquieta. La van a supervisar
en un acto a última hora del viernes. Mi señorita es una mujer seca, porosa. No
es mala, pero no recuerdo que haya reído alguna vez. Quizás por eso no la tengo
muy en cuenta. Soy de sus mejores alumnos, pero no me prodiga deferencia
alguna. Nos llevamos bien y listo. El martes me llama al frente. Luego, para
murmullo del curso y celo de mi amigo Taguá, llama a Grisel, la chica por quien
ambos disputamos una solapada atención. Grisel no es la más linda, pero es muy
inteligente, tiene ángel y gusta de estar entre nosotros dos. Varonera, le
dicen las lindas. Pero yo la defiendo. Y Taguá también. Somos como un triángulo
y nos entendemos bien.
Pero la
maestra nos elige a los dos. Van a recitar en público, nos dice. La vida de
José de Calasanz, nos dice. Va a estar el obispo y el gobernador, nos dice
nerviosa. Yo no veo el porqué. Son importantes, me dice. A mí no me parece que
lo sean, no hacen nada por mí. Pero si hay que recitar, no hay problema. ¿José
de Calasanz? ¿Quién es? Debe ser pariente de las avispas, bromeamos. La maestra
nos mira seria. No le hace gracia nuestros chistes.
Mi
memoria es en ese tiempo una máquina aceitada. La de Grisel también. Ese mismo
día nos sabemos el texto. Lo decimos con ojos cerrados. Yo cierro los ojos y
mientras recito me gusta saber que Grisel está mirándome, admirando mi
capacidad. La veo estudiando en casa, brillando en sus ojitos oscuros. O la veo
jugando conmigo y con Taguá a la guarida, a la botellita, a las escondidas. Me
gusta tenerla cerca, que se siente a mi lado y que me pregunte cosas. A veces
lo elige a Taguá, ella. Y a mí me duele un poco el corazón.
Llega el viernes. Me levanto tarde, como siempre. Y nada de extraordinario hay para mí ese día cálido y de puro sol. Es viernes, dice mi viejo. Vamos a pescar. Papá, tengo clases, le recuerdo intuyendo algo. Faltá y vamos, me dice preparando líneas. ¿O tenés algo importante hoy? Pienso en Grisel, me gusta verla, pero también me gusta pescar. Pienso en Calasanz, en el pánico de la maestra, y acaso porque está en mis manos ser cruel, siento que no me importa. Digo que no, que no tengo nada, y me sumerjo en la expectativa de disfrutar un río a la siesta, el sol rebotando en el agua sucia, mi padre buscando mojarras, mis pies descalzos en la arena, tomando un mate cocido que mi padre prepara en una lata de Nido.
Sólo de
adulto me preguntaré por qué siempre una cosa es interruptora de otra. Ahora
tengo muchas cosas que preparar.
Son las
14,30. Hace media hora que debería estar en mi salón. No sé por qué me invade
la culpa. Pienso en el rostro desencajado de la maestra. ¿Y ahora qué hará? Mi
parte sólo la sé yo. Ni Grisel la puede salvar. Pienso en ella, sentada con
Taguá, y quiero estar ahí. Pero ya es tarde o eso me creo. Mientras busco una
gorra en mi pieza, suena el timbre de entrada. Es Taguá, que oficia como
soldado de bandera roja, de una guerra muy particular.
Dice la
señorita que si Marcelo no va ya a clases, le pone un 1 insuficiente en todas
las materias, eso escucho que le dice a mi madre. Ambos, padre y madre en mi
pieza, me miran espantados. ¿Qué pasó? Nada, ahora me acuerdo, tenía acto, les
digo. ¿Y cómo no dijiste? Me olvidé, miento. Mi padre no dice nada, mi madre
encuentra la solución. Andá y decile que te duele un poco la muela. Miro a mi
padre. Andá, te espero en el río, salís y te tomás el cole.
Mi padre,
mi madre. Ellos lo saben todo. O como yo, que me sé la mitad de la vida de
Calasanz. Con tanta sapiencia adquirida, nada puede salir mal.
Es
momento de disfrazarme de actor. Me pongo el guardapolvos, tomo mis útiles. Mi
madre me da un pañuelo mojado. Ponete en la cara y entrá así al salón, me dice
con una sonrisa, que es un mimo al corazón. Es lo que hago, y así vamos con
Taguá y así me encuentro con la cara de terror de mi maestra. Me siento
culpable pero bueno, ya estoy acá. Me dan a tomar una novalgina entre
explicaciones desesperadas. Marce, sé que te duele, pero sos el único que me
puede salvar, me confiesa la maestra. No me vayas a fallar, me ruega casi. Ante su
tribulación no puedo sino aumentar mi farsa. Me siento y me recuesto contra el
pupitre. Finjo llorar. Me sale tan bien que hasta logro preocupar a mis
compañeros, no así a Grisel, ni a Taguá, entre zorros no vamos a robarnos
gallinas, me dicen. Reímos cómplices, pero escondidos. Siempre los tres.
Pasa la
tarde y en algún momento, en la merienda, me acuerdo de que debía fingir
malestar al masticar. Pero ya nadie se embauca, como tampoco nadie menciona
nada al respecto. Son las 4 y ahora está algo nublado. Pienso en mi padre,
¿habrá ido a pescar? Eso y en lo linda que se vino Grisel es todo lo que me
importa. Ni el traje del gobernador, ni los anillos del obispo, ni los nervios
de la maestra, ni siquiera los celos de Taguá me distraen. Sólo pienso en que
llegue la hora y terminar el trámite. Cuando veo que falta poco, me siento
feliz.
Estamos
en el acto de salida y me gusta estar con Grisel, que ambos digamos nuestras
partes con soltura y maestría, que nos saquen fotos juntos y que nos aplaudan y
que nos feliciten y feliciten a mi maestra agradecida. Ser saludada por
personas importantes debe ser todo lo que desea en la vida. Quizás esté orgullosa
de Grisel, de mí, de su astucia para elegirnos en esa ardua tarea como es la de
explicar la vida y obra de don José de Calasanz. Un tipo que habrá sido un
capo, que habrá hecho bocha de cosas, pero a quien le debo más que nada este
ardid, este tiempo brillante en donde ninguna cosa es más importantes que ir de
pesca con mi padre, o pasar una tarde con la chica más cara a mis deseos
tempranos.
La
señorita viene y nos da un abrazo, nos presenta al gobernador, al obispo. Vio seño que no le fallé, le digo.
Le saco una risa, grande como una luna. Es la primera vez que la vemos plena de
dicha. Los viernes siempre se saca algo, me digo. Y se saca a lo grande.
Viste que sabía reírse, me susurra Grisel. Y se agarra a mi mano. Me gusta cuando hace eso, pero ahora
yo ya no estoy ahí. Desde hace un rato, estoy pensando en subirme a un
110.
Sólo de
adulto me preguntaré por qué siempre una cosa es interruptora de otra. Ahora no
tengo tiempo que perder.
Me
encuentro con mi padre en el río. Ni me pregunta cómo me fue. Ha pescado varios
relojitos, un pacú y algo que —me asegura— es un salmón. En este triángulo hay
de todo, me recuerda. Ansioso, busco la caña que me armó. Dejá, me dice. Me
enseña a encarnar con mojarras y a probar con anzuelos grandes. Ya está
oscureciendo y recién empezamos. Tengo toda la noche para esperar por mi
monstruo abisal. También tengo
todo este tiempo para aprender de mi viejo, que lo sabe todo, como mi
madre, como mi seño. O como Grisel, que se sabe la otra mitad de la vida de
Calasanz.
Sólo de
adulto entenderé que no importa el día, siempre se saca algo. De cualquier
nido. Y se saca de bien.
Ese
viernes, saco mi primera boga. El lunes, ni bien me siento a su lado, Grisel me
dice que sacamos 10.
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