Track 10: Triángulos

Esto de tener que presentarnos cada día y exponer nuestro ruin trabajo es indignante. ¡Ah, el castigo por ser un demonio menor! Pero aquí vamos, ya que el Jefe Rojo anda cerca y no acepta el tiempo gastado. Justo él que todo lo ha gastado en el mundo, en el cerebro de nuestro autor. Pero dijo que esto de la pesca, de la aventura, de la tierna primaria lo vuelve menos Diablo, pero no menos viejo. Allá el tipo y sus traumas. El relato está acá. Que lo juzgue la nada misma. Que es el destino de estas letras.


Triángulos

 Si algo le apasiona a mi padre es la pesca. Nunca comprendí del todo por qué no se enredaba más seguido en ese hobby. Estaba jubilado y nuestra casa quedaba a un colectivo del río. El 110 lo bajaba a tres cuadras y él se mandaba —casi siempre solo— para los barrancos que se abrían detrás del cementerio, por la calle Los Perros al fondo. Ese lugar era suyo porque él lo había descubierto, quién sabe cómo. Era su misterio y su secreto. Y por eso le era fiel. Un lugar jodido para andar ya en esos tiempos, pero donde —según mi padre — se hallaba el nido, el Triángulo de las Bermudas de los peces más insólitos, que en mi vida iba a volver a ver.

Mi padre lo sabe todo. Mientras tensa líneas en su habitación —para que no se corten o se gasten, me enseña—, me cuenta la diversidad que se arremolina en ese sitio oscuro del Paraná. Sábalos, surubíes, bagres amarillos, dorados, rayas, y hasta alguna que otra especie de mar. ¿Cuándo vamos?, tiento a mi suerte. Esta semana seguro, me entusiasma. Y me arma, de prepo, un mojarrero de anzuelo mosquito. Esa promesa me puede. Y por las noches, en la cama, me imagino pescando algún monstruo deforme, inclasificable, abisal.

Pero llega el sábado y ya sé que nada ocurrirá. Los sábados no pica, me asegura mi padre. Vamos el viernes que viene. Los viernes siempre algo se saca. Y se saca de lo lindo.

Tengo 11 años y estoy en 6º. Ese lunes, la maestra llega inquieta. La van a supervisar en un acto a última hora del viernes. Mi señorita es una mujer seca, porosa. No es mala, pero no recuerdo que haya reído alguna vez. Quizás por eso no la tengo muy en cuenta. Soy de sus mejores alumnos, pero no me prodiga deferencia alguna. Nos llevamos bien y listo. El martes me llama al frente. Luego, para murmullo del curso y celo de mi amigo Taguá, llama a Grisel, la chica por quien ambos disputamos una solapada atención. Grisel no es la más linda, pero es muy inteligente, tiene ángel y gusta de estar entre nosotros dos. Varonera, le dicen las lindas. Pero yo la defiendo. Y Taguá también. Somos como un triángulo y nos entendemos bien.

Pero la maestra nos elige a los dos. Van a recitar en público, nos dice. La vida de José de Calasanz, nos dice. Va a estar el obispo y el gobernador, nos dice nerviosa. Yo no veo el porqué. Son importantes, me dice. A mí no me parece que lo sean, no hacen nada por mí. Pero si hay que recitar, no hay problema. ¿José de Calasanz? ¿Quién es? Debe ser pariente de las avispas, bromeamos. La maestra nos mira seria. No le hace gracia nuestros chistes.

Mi memoria es en ese tiempo una máquina aceitada. La de Grisel también. Ese mismo día nos sabemos el texto. Lo decimos con ojos cerrados. Yo cierro los ojos y mientras recito me gusta saber que Grisel está mirándome, admirando mi capacidad. La veo estudiando en casa, brillando en sus ojitos oscuros. O la veo jugando conmigo y con Taguá a la guarida, a la botellita, a las escondidas. Me gusta tenerla cerca, que se siente a mi lado y que me pregunte cosas. A veces lo elige a Taguá, ella. Y a mí me duele un poco el corazón.

Llega el viernes. Me levanto tarde, como siempre. Y nada de extraordinario hay para mí ese día cálido y de puro sol. Es viernes, dice mi viejo. Vamos a pescar. Papá, tengo clases, le recuerdo intuyendo algo. Faltá y vamos, me dice preparando líneas. ¿O tenés algo importante hoy? Pienso en Grisel, me gusta verla, pero también me gusta pescar. Pienso en Calasanz, en el pánico de la maestra, y acaso porque está en mis manos ser cruel, siento que no me importa. Digo que no, que no tengo nada, y me sumerjo en la expectativa de disfrutar un río a la siesta, el sol rebotando en el agua sucia, mi padre buscando mojarras, mis pies descalzos en la arena, tomando un mate cocido que mi padre prepara en una lata de Nido.

Sólo de adulto me preguntaré por qué siempre una cosa es interruptora de otra. Ahora tengo muchas cosas que preparar.

Son las 14,30. Hace media hora que debería estar en mi salón. No sé por qué me invade la culpa. Pienso en el rostro desencajado de la maestra. ¿Y ahora qué hará? Mi parte sólo la sé yo. Ni Grisel la puede salvar. Pienso en ella, sentada con Taguá, y quiero estar ahí. Pero ya es tarde o eso me creo. Mientras busco una gorra en mi pieza, suena el timbre de entrada. Es Taguá, que oficia como soldado de bandera roja, de una guerra muy particular.

Dice la señorita que si Marcelo no va ya a clases, le pone un 1 insuficiente en todas las materias, eso escucho que le dice a mi madre. Ambos, padre y madre en mi pieza, me miran espantados. ¿Qué pasó? Nada, ahora me acuerdo, tenía acto, les digo. ¿Y cómo no dijiste? Me olvidé, miento. Mi padre no dice nada, mi madre encuentra la solución. Andá y decile que te duele un poco la muela. Miro a mi padre. Andá, te espero en el río, salís y te tomás el cole.

Mi padre, mi madre. Ellos lo saben todo. O como yo, que me sé la mitad de la vida de Calasanz. Con tanta sapiencia adquirida, nada puede salir mal.

Es momento de disfrazarme de actor. Me pongo el guardapolvos, tomo mis útiles. Mi madre me da un pañuelo mojado. Ponete en la cara y entrá así al salón, me dice con una sonrisa, que es un mimo al corazón. Es lo que hago, y así vamos con Taguá y así me encuentro con la cara de terror de mi maestra. Me siento culpable pero bueno, ya estoy acá. Me dan a tomar una novalgina entre explicaciones desesperadas. Marce, sé que te duele, pero sos el único que me puede salvar, me confiesa la maestra. No me vayas a fallar, me ruega casi. Ante su tribulación no puedo sino aumentar mi farsa. Me siento y me recuesto contra el pupitre. Finjo llorar. Me sale tan bien que hasta logro preocupar a mis compañeros, no así a Grisel, ni a Taguá, entre zorros no vamos a robarnos gallinas, me dicen. Reímos cómplices, pero escondidos. Siempre los tres.

Pasa la tarde y en algún momento, en la merienda, me acuerdo de que debía fingir malestar al masticar. Pero ya nadie se embauca, como tampoco nadie menciona nada al respecto. Son las 4 y ahora está algo nublado. Pienso en mi padre, ¿habrá ido a pescar? Eso y en lo linda que se vino Grisel es todo lo que me importa. Ni el traje del gobernador, ni los anillos del obispo, ni los nervios de la maestra, ni siquiera los celos de Taguá me distraen. Sólo pienso en que llegue la hora y terminar el trámite. Cuando veo que falta poco, me siento feliz.

Estamos en el acto de salida y me gusta estar con Grisel, que ambos digamos nuestras partes con soltura y maestría, que nos saquen fotos juntos y que nos aplaudan y que nos feliciten y feliciten a mi maestra agradecida. Ser saludada por personas importantes debe ser todo lo que desea en la vida. Quizás esté orgullosa de Grisel, de mí, de su astucia para elegirnos en esa ardua tarea como es la de explicar la vida y obra de don José de Calasanz. Un tipo que habrá sido un capo, que habrá hecho bocha de cosas, pero a quien le debo más que nada este ardid, este tiempo brillante en donde ninguna cosa es más importantes que ir de pesca con mi padre, o pasar una tarde con la chica más cara a mis deseos tempranos.

La señorita viene y nos da un abrazo, nos presenta al gobernador, al obispo. Vio seño que no le fallé, le digo. Le saco una risa, grande como una luna. Es la primera vez que la vemos plena de dicha. Los viernes siempre se saca algo, me digo. Y se saca a lo grande. Viste que sabía reírse, me susurra Grisel. Y se agarra a mi mano. Me gusta cuando hace eso, pero ahora yo ya no estoy ahí. Desde hace un rato, estoy pensando en subirme a un 110.

Sólo de adulto me preguntaré por qué siempre una cosa es interruptora de otra. Ahora no tengo tiempo que perder.

Me encuentro con mi padre en el río. Ni me pregunta cómo me fue. Ha pescado varios relojitos, un pacú y algo que —me asegura— es un salmón. En este triángulo hay de todo, me recuerda. Ansioso, busco la caña que me armó. Dejá, me dice. Me enseña a encarnar con mojarras y a probar con anzuelos grandes. Ya está oscureciendo y recién empezamos. Tengo toda la noche para esperar por mi monstruo abisal. También tengo todo este tiempo para aprender de mi viejo, que lo sabe todo, como mi madre, como mi seño. O como Grisel, que se sabe la otra mitad de la vida de Calasanz.

Sólo de adulto entenderé que no importa el día, siempre se saca algo. De cualquier nido. Y se saca de bien.

Ese viernes, saco mi primera boga. El lunes, ni bien me siento a su lado, Grisel me dice que sacamos 10.





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