Track 6: Fantasmagoría
Empezamos a sospechar que nuestro jefe Beelzebub nos ha pillado tirados a muerto, puesto que esta semana viene movida en cuanto a transcripciones de nuestro autor. Es más factible que este nuevo trabajo obedezca a un castigo mayor para nosotros, pobres diablos copistas, que a algún mérito encontrado en los textos de Marán. Como sea, no tenemos opción. Vamos con este relato de sueños de libertad. pobre iluso, nuestro amigo.
Fantasmagoría
Anoche me dejé entusiasmar por la ilusión de la partida. Un
bolso listo y setecientos siete billetes de mil esperaban desde hacía mucho por
mi decisión y mi coraje. Dejar las 1000 viviendas, el bien llamado barrio del
Pabellón, constituían mi promesa y mi prioridad. Era cuestión de elegir el día,
el medio, el destino. Y anoche, pensé, era la noche ideal.
Llovía un poco y yo paseaba a mi perro. En las últimas
noches, cada vez más, lo dejaba suelto para que se acostumbrara a una libertad
que yo desconocía. Cerbero, tal era su apelativo, se largaba a correr. Se había
convertido en una competencia usual. El perro arrancaba alzando polvo y
cascotes, rasgando el suelo de rasguños. Yo me lanzaba detrás, tratando de controlar
su distancia a gritos severos. Pero tantos olores nuevos –a mierda, a comida, a
perra en celo, cómo saberlo–, tantos olores lo volvían cada noche más
impredecible.
Y anoche Cerbero corrió como nunca. Lo seguí, forzando las
piernas. Lo vi llegar hasta la avenida. Y pensé que ahí se quedaría. Nunca
había cruzado una calle. Pero Cerbero no sabía esos detalles. La atravesó como
una luz negra y siguió avanzando, llevándose hacia cualquier parte. Tal era su
desbande que temí perderlo. Lo llamaba desesperado, pero mi perro seguía cruzando
edificios, calles y basurales. Y yo detrás, persiguiendo sus patas.
Así llegamos a un amasijo de laberintos y construcciones
nuevas que yo nunca había visto. En un segundo de desconcierto por ese lugar
inexplorado, lo volví a perder de vista. No me animé a gritar, por temor. En la
oscuridad vacilante, buscando su rastro, me encontré con un coche viejo,
desguarnecido, abandonado al óxido y la intemperie. Un influjo de luces de
posición me hizo mirar en su esquirlado parabrisas. Sentado al volante inexistente,
un conductor fantasmagórico me hacía señas para que entrara, como esos
remiseros que se ofrecen con descaro. Me acerqué con sigilo. Había barro y
mucho vidrio acumulados a su puerta de acompañante. Miré por las ventanillas.
El interior me supuso un poco más acogedor. Dentro del coche, el fantasma
insistía, rugiendo el motor con los pedales. Sonaba fuerte, aunque no había
llaves de encendido.
—Vamos —me decía el espectro.
Pensé en mi perro, en mi bolso, en mi dinero. Pensé en
desistir, en quedarme en el molde. Pensé en retroceder a la carrera hacia mi
zona de dis/confort. Pero sabía también, de algún modo, que esa era la
oportunidad que yo me andaba imaginando. No podía dejarla ir. Así que subí. Ni
bien lo hice, el fantasma desapareció. No era algo que no me esperase. Algunas
cosas estaban ahí por alguna obviedad. Me acomodé y, solo en la mente, aguardé
por un conductor real que –estaba seguro– me vendría a llevar, pronto vendría
por mí.
Pasaron tres días. Me entretenía con una langosta que
parecía pegada al vidrio. Me dejaba llevar por el sonido de los grillos en el
asiento trasero. Nada más pasaba. Tuve hambre y sed. Y extrañé mi hogar vacío.
Pero algo me decía que si descendía de ese coche, no lo vería más. Y ya no me
iría del Pabellón. De modo que resistí, con paciencia tenaz. Todo lo que yo
conocía parecía haberse ido. Parecía haberme abandonado. Pero de algún modo, me
acostumbré a esas ausencias.
Con el tiempo, me hice amigo de unas viejas que predicaban
la venida del Salvador. Unos pibes sin remera me vendieron chipá y vino
Rinoceronte. La marihuana me lo pasó un policía, aunque de civil. Oscurecía ya
el séptimo día cuando Cerbero me encontró. Me ladró seco, como enajenado. Lo
llamé pero no quiso nada más de mí. Una pareja lo tentó con un hueso y allá fue
él. No me preocupé. Cerbero siempre hallaba mi camino. Aunque este fuese el
definitivo.
Esa noche volvió a llover. Vi a un tipo en perramus,
corriendo hacia el coche, hacia mí. Era el momento. Me preparé:
— ¿Dónde vamos? —me dijo ni bien subió. El agua le corría
por todo el piloto. Mientras se acomodaba, sacó una bolsa de Supermax y ahí
guardó la langosta, los grillos, las arañas patas largas y hasta alguna rana. Lo
acomodó todo en la guantera. También vació los ceniceros y colgó un pinito
fragante en el retrovisor. Lo miré, pero no de frente. Por el espejo, se
traslucía su fosforescencia chillona.
— ¿Dónde vamos? —me repitió.
—Usted sabe— le dije. Y no lo miré más.
Puso primera. Nos movimos lento. Llovía a cascotazos. No se
veía un corcho. El auto tosía, bufaba, se zarandeaba. No estaba tan mal. Por
hacer algo, puse la radio. La estática le ganaba a cualquier canción, a
cualquier voz. Incluso a las nuestras. Me acomodé contra el vidrio rajado,
pensando en lo que dejaba, en lo que me acompañaba, que era nada. Pensaba en
que yo me estaba rajando al fin. Luego, nos movimos. Salimos a Paysandú y
apuntamos para el sur, pues todos saben que las cosas que nos merecemos siempre
están en el sur. Pasamos el Tanque múltiple. La geografía cambió. Siguiendo un
caminito de serpiente, advertí las sombras que aleteaban a nuestro paso. Quise
pensar en que la decisión era la correcta, pero el monte nos iba tragando. A lo
lejos se veían luces nuevas, como de parque de diversiones que no me alegraron.
Me preocupaba la impericia del chofer en su afán de acertarle a todos los
baches. Pero más me inquietaba el verlo disfrutar.
—De acá no salimos más —me dijo. Y rio. No le di entidad.
Volví a mí. Me empeciné en mirar el sendero, el cielo oscuro, las ruedas chupas
que abrían el barro con aire perezoso. Un rayo nos cruzó la cara. Su estruendo
me erizó la médula. Las luces se callaron. Y sentí la luna atropellándolo todo.
Entre ánimas y espanto lejano me dejé acurrucar por un futuro árido, sin
promesas.
—De acá no salimos más —me repitió el fantasma. Encendió un
cigarrillo extraño con forma de culebra. Y apretó más el acelerador. Ya no nos
movimos. Y sin embargo, todo se presentía un poco más lejano. Cada vez. Y yo supe
que, estuviese donde estuviera, ya no volvería, ya no saldría jamás.
— ¿Dónde vamos? —me animé a decirle.
—Usted lo sabe —me dijo.
Ya no volvimos a hablar. Nos quedamos quietos, que es
también una forma de partir. A lo lejos, los ladridos de Cerbero me concedían
un ululante adiós.
Anoche me dejé entusiasmar por la ilusión de la partida. Pero ya no era anoche. Ahora era un tiempo sin formato, donde llovía cada vez más triste.
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