Track 9: El mismo duelo

Nadie nos advirtió que este castigo se volvería una carga diaria. De todos modos, no tenemos opción. El Oscuro nos ronda. Y cualquier queja nos jugará en contra. De modo que seguimos recopilando la obra infausta del infausto López Marán. Hoy se viene en tren de duelos y de homenajes que jamás serán homologados en otro sitio que no sea en esta carpeta infernal. Ni modo. He aquí lo que nos relata hoy:


El mismo duelo


Se venían buscando desde muy chicos. Y en esa ley se murieron.

Algunos familiares afirman que ya se tenían bronca desde sus primeros pasos allá por los 90, en el departamento del 16. Tendrían 2 o 4 años y ya se desconocían mal en cada juego, ya se castigaban tupido por el tamaño de algún regalo, ya se mostraban los dientes por cada juguete que debían compartir.

La madrina se declara culpable de consentirlos y de creer que esas pugnas eran cosas de hermanitos, conflictos de orden natural que a la larga se convertirían en anécdota.

El tema es que los hermanos se peleaban a muerte. Y con el tiempo la siguieron. No pasaba un día, una noche en que no se los viera discutir, amenazarse, tirarse pestes y maldiciones, cuando no una patada voladora y traicionera.

El padre recuerda que en la primaria compartían el salón y las disputas eran por quién llevaba la bandera, quién recitaba mejor a Neruda o a quién le correspondía el sándwich doble, que la maestra obsequiaba a uno y no al otro. Las maestras son así, se resigna, agachando la cabeza.

En la secundaria, apunta la hermana, se disputaron el liderazgo del curso, el amor de alguna compañera, las ratas mejor organizadas.

Casi a fin del quinto año, nos dice un excompañero, se agarraron a la salida una vez. Y tal fue la fiereza del encontronazo, tanto se dieron esa tarde los mellizos, que después de esa guerra de espejos se suponía que ya estaba, que todo terminaría ahí.

Pero el tema, lejos de aplacarse, no hizo sino recrudecer. Siempre había una excusa. La ropa, la moto, las salidas, Mandiyú o Huracán, los partidos atrás del Tanque, otras chicas promiscuas, la plata.

La madre sospecha que todo empezó a empeorar el día que se suicidó el abuelo, esa aciaga noche cuando, en pleno funeral, los hermanos se sacaron en cara cuestiones de favoritismo, de malos cuidados o de caprichosa herencia. Ante el espanto de todos, ante la incredulidad de propios y extraños, ambos se insultaron a gritos, a trompadas, y luego se agredieron a puntazos que, antes que herir el cuerpo, sellaron la fatalidad del alma.

Después de semejante estallido, todos sabían que era cuestión de esperar lo peor.

Nadie sabe cuál fue el detonante final. Pudo haber sido cualquier cosa. O nada. Ya no hacía falta motivo.

Acá la familia no puede –o no quiere– aportar dato alguno. Sin embargo, sueltan algunas lenguas difusas que pudo haberse tratado de un tema de apuestas clandestinas, un negocio que los había visto progresar en ingresos y endurecerse en vanos escrúpulos.

Como sea, la crónica inconsistente los ubica así:

El encuentro de los pibes sucede en el barrio Las Texas, un seis de enero, a las15 de un lunes de bochorno, entre cantos de chicharras y sol a rajatabla. En calle Río Negro al 2000, en la placita abandonada, fumando bajo un chivato, uno espera por el otro. El otro llega en una cincuentita sin patente, seguro robada. Ambos se reconocen en una mirada que chicotea chispas. El otro se frena en la esquina, larga la moto, se para en medio de su calle y desde ahí le hace señas al uno. El uno tira el porro, abandona la sombra, se para en medio de su calle y desde ahí le hace señas al otro.

Frente a frente, como en un juego de cristal, separados por 50 metros de asfalto y por un perro que no ceja de ladrar, uno y otro se miran fiero bajo las viseras de sus falsas gorras Nike, compradas en un puestito de los del Puerto. Las zapatillas y las bermudas también se adivinan truchas. Pero las cicatrices y los tatuajes son verdaderos. Y también son auténticas las pistolas. Pertenecen a algún tío, policía de la 7ª. O bien, se la consiguen a buen precio, en las forjas del mercado negro. Para el caso, no importa sino que sean reales y portables. Y que estén listas y apuntando en una y otra mano, hacia una y otra cabeza. Y si eso no alcanza para el coraje, se lo sustituye con las bocas que escupen injurias necesarias.

—Te voy a hacé bolsa, hijoé puta.

—Andate a la concha de tu hermana.

Los muchachos se insultan feo, algún rato, sin pensar que cada invocación familiar es a la vez una afrenta propia. Luego, queda el otro silencio, el que desafía en inmovilidad. En ese lapso, algún detalle habrá venido a testificar el hecho, tal como lo haría un padrino ciego. Acaso alguna bolsa de Impulso debió de oscilar entre ellos para luego perderse tras los muros vecinos. Un viento ardiente les habrá agitado el miedo de la cara, del puño, de la entrepierna. Habrá tronado la chicharra, en su abucheo de alarma, en el aviso de un acto imposible ya de postergar.

Pero los hermanos, acaso, aún esperaban...

— ¿Qué esperá?

— ¿Que esperá vo?

— ¡Que tiré de una vé, pelotudo!

— ¡Tirá vo primero, pué! Si tené bola.

Se sabe que los pibes van a vacilar. Se quieren, como hermanos de sangre que son. Pero ambos saben –todos lo sabemos, desde el primer día– que la suerte está echada, que el mundo no está hecho para albergarlos, no a los dos al mismo tiempo. Tan iguales, tan parecidos. El verano correntino parece detenerse a contemplarlos. Salvo el sonido, nadie se mueve ahora. El perro ladra un par de veces más, antes de alejarse con la cola hundida. Un 104 o una camioneta pasa como ráfaga por la cuadra del anfiteatro y parece dejarles –en ofrenda– un atisbo de cumbia o chamamé. Pero ellos ya no escuchan, a nada ni a nadie pueden escuchar. Salvo al odio que dislate en sus venas, en su corazón.

—La cónchaé tu madre— dice de pronto una voz.

Se escuchan 4 detonaciones, que los vecinos acaso pudieran confundir con un sueño de siesta. O que simplemente no les reclama importancia alguna. En esos barrios correntinos, pleno de trazas ilegales, ruidos de ese estilo circulan como moneda legal.

 

Nadie supo quién disparó primero. O cuál de los dos cayó último. Unos tempranos carreros –o quizás unas alumnas salidas de la Leloir– se habrán topado con los cuerpos en la calle, hechos polvo, brillando de gruesas heridas al sol.

Los mellizos fueron noticia breve en algún diario, de esos a quien roe el amarillo olvido. Fuera de su sangre, que los llora cuando puede, al resto no les sobrevivió siquiera un nombre propio. Nada más se puede escribir sobre ellos. En el barrio Las Texas, como en la anónima Corrientes, los duelos y la muerte pertenecen al pagano esqueleto, que descarna lo que pare el montón.



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