Track 8: Último acto en Calabria
Volviendo al yugo de siempre, esta vez toca afilar la cuerda teatral de nuestro amigo de la miseria. Sabido es que el fracaso de su vida lo llevó a imaginar situaciones y género de los que nunca pudo salir sin raspones. Aquí le intentó al humor. No nos causa la mínima gracia.
Último acto en
Calabria
El
mafioso Antúnez no procedía como un asesino de raza. Si bien desde escasa edad
demostró ser implacable con sus enemigos y cruel con sus mujeres, ya asentado y
reconocido como una de las cabezas de Clan local, aún se mostraba algo pusilánime
cuando se dejaba llevar por su veta artística más sensiblera. Todas las
semanas, incluso después de cometer una fechoría impronunciable, estaba listo
para concurrir al teatro. Su obra preferida era Hamlet.
Un
día, azuzado y confundido por algún mecenas —uno de esos canallas que mezclaban
arte con negocios—, el hombre se sintió con dotes de actor de cepa. Y se
autoproclamó como una celebridad naciente en medio de un almuerzo de Familia
completa.
—Nadie
mejor que yo para interpretar los padecimientos del Príncipe —declaró a viva
voz. Nadie lo tomó muy en serio al principio. Pero como el tipo insistía con
sus capacidades extraordinarias, en un tono cada vez más solemne y enajenado —y
como también era peligroso contrariarlo—, sus subalternos se pusieron en
campaña para conseguirle el tan anhelado papel. No fue fácil exterminar al
dueño del teatro, al director, a los guionistas, a los actores, a los técnicos,
a los apuntadores, al personal de limpieza, a la seguridad, al vendedor de
chicles y jugos, y hasta al público de El Cisne Teatral, más que nada porque
entre todos sumaban 254 personas que debían ser cambiadas por otras de
similares características, a fin de no levantar sospechas en el prominente protagonista.
Pero
a la larga, Antúnez tuvo su papel estelar. El mafioso estaba tan feliz que,
desde el día de la confirmación, se enorgullecía de mezclar placer con trabajo.
Antes de matar a sus víctimas, enemigos o ignotos transeúntes, a todos y cada
uno les revelaba —con palabras histriónicas y elevadas declamaciones— su
inminente debut, además de hacerse prometer la presencia indeclinable del
moribundo, sin aceptar excusas como «Si acaso me muero y tardo un poco, pues
empiece sin mí».
Eran
tiempos dichosos aquéllos y la ciudad calabresa —dentro de sus rutinas— podía
dormir en paz. Antúnez se pasó los meses ensayando y todo venía bien.
Pero
el día del debut, un complejo ataque de nervios lo dejó en blanco y a la hora
de salir a las tablas, no pudo arrancar. En vano los fingidos actores le dieron
pie y los falsos apuntadores le mostraban sus líneas con el mayor descaro. Antúnez
seguía mudo. Sólo se movió para buscar su metralleta y liquidar a toda la
primera fila, porque —explicó a los insultos— lo miraban mucho y no lo dejaban
concentrar. Muchos, si no todos, presentimos el fin, aunque estuviésemos en la puerta
más cercana a la calle.
De
pronto, en medio de ese silencio de carga sepulcral, un parroquiano que nadie
había visto jamás comenzó a alentarlo desde una bruma del palco lateral. En
seguida, ante el pescuezo ladeado de todos, se levantó en ceremonias y se vino
desde los fondos, como flotando. A pesar de la fuerza de las luces, sus rasgos
seguían siendo esquivos, no obstante el respeto que irradiaba nos hacía pronto
agachar la mirada. La figura llegó al escenario, subió casi en puntas de pie y
saludó con cortesía sin escatimar elogio ni elocuencia. Luego, abrió los brazos
e invocando vaya uno a saber qué efectos de ánimas especiales, mutó de
identidad y de discurso, se apoderó de la calavera y se largó al monólogo esencial,
llegando en su punto álgido a manifestarnos una serie de indicios típicos de un
alma en pena que —explicó a los cantos— en sus días mozos había encontrado el
secreto de la actuación.
Todos
aplaudimos absortos —al menos los que quedábamos en pie—, mientras el nuevo
actor se apartaba con Antúnez a un oscuro del escenario. Sin necesidad de
micrófonos ocultos ni de libretos disimulados, le dijo a vivo vozarrón:
—
¡Pero, qué le pasa hombre! No se aspe más. Sólo piense que la vida es un gran Coliseo.
Y de ahí nadie escapa. Ni siquiera el león más viejo. Así que déjese joder. ¿Es
que no puede ser usted mismo, caramba?
El
tipo no daba crédito a su visión. Ahí estaba su antepasado, su finado Padrino, haciéndole
saber que no se avergonzaba de él. El resucitado Don lo palmeó de hombros y lo
dejó solo, volviendo a su silla, o a cualquier otra de mayor valor e
inmejorable panorama. Tras ese notable suceso, Antúnez se sintió imparable. Se
irguió con bríos en el centro de las tablas, ensayó otra ráfaga de metralla —ésta,
de euforia— y entre restos de pólvora, humo y quejas flacas, se dedicó a
enarbolar su papel. Nadie supo bien qué tal estuvo, porque de hecho nadie
conocía bien la historia. Lo cierto es que terminado el último acto, la última
línea dicha, Antúnez lloró y entre los vítores y vivas no forzados de las pocas
filas sobrevivientes, bajó la tarima y fue a buscar a su Tata allá por los palcos
bajos, donde la luz era tan magra que podía tragarse hasta al espíritu más
guasón y rufianesco. Y de allí nunca más volvió.
Ni siquiera supimos si se fundieron en un abrazo.
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