Track 7: Huelga inmovilización
Siguiendo con los castigos y las apariciones, nos topamos hoy con este despropósito de Marán, quien según estas líneas aún mantiene viva alguna esperanza de redención. Nadie le dirá que ya está muerto, sin embargo debemos seguir subiendo su obra. Agotadora e impiadosa como nuestra labor. En fin...
Huelga inmovilización
La tele y la radio me
desalentaron: La huelga de transportes estaba en su apogeo. Llevado por un
impulso desafortunado, marqué el número de mi diario trabajo. Alguien atendió
con fastidio, como se atiende a menudo en esos distritos. Podría ser la
ejecutiva, el barrendero o cualquier cabecilla de sección. No me importó mucho:
al cabo y al fin, todos eran superiores míos. Armado con un coraje de fogueo,
le largué mi consulta.
— Buenas,
soy Poli… ¿Será que. .?
Ni terminé, que del otro
lado se escuchó el cotidiano ladrido en jefe: ¡Pero faltaba más, querido! No te
preocupés, no vengas. Quedate en casita y descansá. Obvio, mañana tampoco.
Pasado, menos. Y decile a don 104 y a doña Sindicata que te paguen el
presentismo. ¡Ah! Y por si no lo
La directora seguía ladrando
ironías y miserias cuando colgué. Ya todo había rugido.
¿Y ahora qué?
El milagro tenía sonido de
timbre. Era mi media hermana Julia. Más que por su mallita de gimnasio –o que
por sus intenciones–, me dejé seducir por la bicicleta que la había acercado.
No hizo falta tanto regateo. Mi esposa semidesnuda en la cama, sumada a mi
oportuna ausencia de 6 horas, eran una oferta que la mocosa no estaba en
condiciones de rechazar.
En algún lugar de la
provincia comenzaba la represión.
« ¡La concha de su madre!»
« ¡Canas de mierda!»
« ¡Encima viajan gratarola,
putos!»
« ¡Hijos de putaaa!»
Voces así se alzaban entre
la agreste balacera. Y las opiniones guionadas de los periodistas de color no
hacían más que acrecentar aquel coliseo de ocasión.
Me quedé de pie, agarrado a
los manubrios fucsia, sin saber muy bien qué registrar. En mi pieza, en la
calle, en mi laburo la gente se debatía una contra otra, toda contra toda. Por
sentirme revolucionario busqué un video de celular: No hay nada de civil en la
guerra, me cantó una memoria fría. Todo se trata de una falla en la caliente
comunicación.
Gané la calle en esa bici de
corte femenino. Quizás fuera el veranito, pero me sentí sensual. Fantaseé un
poco con la crueldad de mi jefa, con sus juegos de rol y poder que, se
rumoreaba, podían ayudar a un ascenso, en caso de ser elegido como víctima.
Quizás yo lo era. Quizás por eso, no me di cuenta de que de pronto, todo se
oscurecía. Llegando a Mendoza y Las Heras ya no se veía un corcho. Y delante y
detrás comenzaron las detonaciones en trama.
«Gendarmería versus Montoneros»,
pensé.
Pero desistí de ilusionarme
con una revolución en Corrientes. Debía tratarse de otra cosa. ¿Serían los
festejos de los monigotes de San Juan? ¿O del Esqueleto de los Difuntos? No
podía saberlo. En estos tiempos, la fe era una necesidad que no podía esperar
coincidencias de almanaque. El hecho es que tuve miedo, no sé por qué. La gente
andaba corriendo, pero como en cámara lenta. Y en sus caras blancas el sol les
derretía el ceño. Alguno me hizo señas con las manos en aspa. Pero cuando me acercaba
a preguntar, se tapaban la boca como tragándose el horror. Miré hacia la
avenida. Todo parecía plegarse sobre sí misma, a la manera de un billete de
mala fortuna. Y se venía enrollando hacia mí.
Mejor doblar, me dije. Y
giré en General Paz. O tal vez Lavalle.
Entonces me interceptaron.
Eran tres viejas enormes. Vestían harapos desgraciados y oscuros como ellas
mismas. Me inquietaron, acaso por descubrirlas provistas –entre otras cosas
inquietantes– de un metro de carpintería, tijeras y una madeja de hilo sisal.
— ¿Cómo
le va, don? Lo andábamos buscando para un trabajito.
— ¿Es
a mí? —les dije, mirando para todos lados.
— ¿A quién
si no? —me contestó la que supuse líder, pues era quien estaba al frente—.
¿Usted ve alguien más?
Y me hizo un ademán
circular. Me obligué a seguir su seña: Detrás y delante no quedaba más que
viento.
Quise relajar como lo hacía
siempre: tarareando algún clásico nacional. No pude recordar la letra, ni otra
cosa. Apenas podía sí concentrarme en las viejas: Una tensaba dos medidas del
hilo y la otra los cortaba de un saque, limpiamente. El sonido a filo me hizo
apretar los dientes.
— ¿Qué
tengo que hacer? —murmuré.
—Buscamos un empujador de
piedras rodantes a la cima de una ladera —me lanzaron a coro.
Me pareció un absurdo,
aunque no tanto como el del diario, o de andarme paseando en bici de mina, o de
vivir en una ciudad como la absurda Corrientes. Igual, sentí que me tomaban el
pelo largo.
—Es una estupidez, vea, la
piedra si es redonda y yo me
—Por lo que dice mi libreta
de almacenero, usted sabe eso de empujar por empujar —me interrumpió la de las
tijeras.
Vi la pequeña libreta de los
fiados, la misma que usaba mi abuela. Y luego, mi madre. Me estremecí. ¿Quiénes
eran esas señoras? Les dije:
— ¿Quiénes
son ustedes?
Pero las tipas ahora consultaban
su deuda con espanto a voces de ¡Qué barbaridad! ¡Don Pepe no nos perdona una
moneda más! ¡12.333 pesos! ¡Jesús yeyara!
Luego volvieron a su
contexto siniestro.
— ¿Está
listo para cruzar esta calle? —me tiró la líder.
Pensé en qué momento había
sucedido, si había sido un accidente, un infarto, un ACV. Miré para todos
lados, pero nunca me vi. Acaso era una fantasía eso de que el alma huye cuando
muere la carne. Eso me vació, me hizo sentir en comunión con aquellos que ya no
estaban, a pesar de su legado infinito. Y me resigné, un poco.
— ¿Tengo
opción?
— ¿A
usted qué le parece?
Yo miré los hilos en el
suelo. Aunque algo diminutos, se advertían nítidas las letras de mi nombre, de
los nombres que me contextualizaron y que me hicieron lo que llegué a ser hasta
hoy. Volví a mirar en derredor. Nada, más que bruma y detonación. Lo entendí
todo y quise llorar.
—No sea pavote, escuché.
Y a coro otra vez, me hicieron
ver que aún me quedaba un hilo. Aunque evitaron enseñarme su longitud.
— ¿Qué
quieren de mí, les dije?
Las tres me rieron con risas
de fosa. La primera me pasó una foto.
—Ya no hay pasado ni futuro.
Pero siempre hay una opción para seguir siendo algo en este lado del mundo.
Hasta el último día.
— ¿Qué
significa eso?
—Ella es todo lo que le
queda por escribir, por reportar. Como una vida más de ventaja. Tenga.
Tomé la foto. Aunque
borrosa, se distinguía la calesita de Punta Mitre. Pregunté:
— ¿Qué
debo hacer, entonces?
Las
tres se me acercaron. Y al cercarme, noté la familiaridad de lo que no
conocemos, pero sabemos nuestro. Entonces, me tutearon.
—Mirala, ella te lo va a
decir.
La foto era pequeña y poco
severa. Pero en sus rasgos había algo que yo esperaba, y que yo alcancé a
soñar, quizás desde la primera vez. Detrás, había una historia por contar. Asentí.
—Entonces... ¿Qué vas a
hacer, Poli? —escuché que me interrogaban.
Me sentí un poco sabio. O un
poco en un lugar común. Pero no me importó.
—Voy a escribir. Hasta el
último día.
— ¿Lo
vas a hacer por ella?
—Por ella, debo seguir
siendo. Debo seguir estando.
Mi voz se quebraba por el
estado de profunda tristeza, el único que le otorga valor a las cosas efímeras.
—Es un trato —, me dijeron.
Y se guardaron los hilos, las tijeras, todo.
Acaso por valentía, acaso
por estupidez, tenté a mi fortuna.
— ¿Cuánto
mide mi soga?
Pero las viejas se burlaron
de mí.
—No sea insolente, muchacho.
De pronto, fueron
retrocediendo y estirando la mano a la calle. De algún lado, nos cruzó un 110.
Subieron y las perdí de vista. Sentí una especie de angustia aliviada. Aunque
seguía oscuro, algunas cosas se iban aclarando, como la fotografía. Ella estaba
alta, montada a un caballo morado. Su color favorito, pensé.
Unos bocinazos y unas puteadas de chofer me despabilaron. Luego, las cosas volvieron a rodar, en su natural movimiento. Sentado en la bici, aclamado por esa mirada de nena, comprendí que en Corrientes, la revolución y el paro habían terminado. Al igual que mi tiempo gratuito. De ahora en más, todo lo haría en su nombre. Aunque aún no supiera cuál.
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