Track 5: Visión de Cuco
Visión de Cuco
La primera vez, no la recuerdo. La siguiente, no me la
olvido más. Yo vi al Cuco como en verdad es, como nunca nadie lo vio. Fue allá,
en la canchita de atrás del Tanque. Era una tarde muy fría, y yo volvía de la
Industrial en el 103. No tenía hambre, así que al bajarme no fui a casa. Me
quedé en la parada, mirando para el sur. Las voces que me traía el viento me
hicieron decidirme. Había fulbo allá, a espaldas del Tanque Múltiple, en el
estadio del Pabellón.
En la canchita se corría un partido amistoso y en
término burlón. Unos pibes —que yo conocía medio de lejos— se divertían con una
pelota extraña. Era verde y naranja, y en cada tajada de cuero lucía el dibujo
de un insecto doméstico. Un veterinario me dijo —semanas después— que esa
pelota había sido una edición limitada, una publicidad oportuna de un veneno
contra alimañas. No le creí, pero lógica no le faltaba. El balón de cucarachas
y alguaciles era toda una novedad para mí. Y de algún modo me hipnotizaba su
constante girar. De pronto, noté que un par de esos muchachos me hablaba. Me
invitaban esos pibes a completar el equipo. Faltaba uno y nadie más había
alrededor, me dijeron. Era otoño y ya las penumbras me hacían renegar la vista.
Pero no era de esquivarle a un desafío de barrio. Dejé mis carpetas sobre el
murito del Tanque y con mi uniforme completo de la ENET 2 me puse a marcar una
punta, típica posición de un jugador de relleno.
El partido estaba bueno, exigente, los pibes la movían
y aunque se hizo bastante de noche ninguno pensaba en parar. Íbamos ganando, me
parece. Y yo me brindaba por mantener la ventaja. En un intento por desbaratar
un desborde del insider izquierdo, lo vi. Cerca del arco hecho de piedras, a
pesar de mi mencionado problema de vista, sin embargo lo vi. Había una masa
peluda al lado de mis útiles, sentada en extraña pose. Pensé en un linyera que
solía aparecerse siempre cerca de la escuela 34, porque ahí en la cocina —me
contó un portero una vez— ellos solían repartir las sobras de la copa de leche,
que tantas vidas contribuyó a salvar —me sostuvo— entre los alumnos del barrio.
No le creí, pero podía ser. El hecho es que a esa bola de pelos, que yo
confundí con un sobretodo, nadie parecía verlo más que yo. Y cuando quise señalarlo
o preguntar alguna cosa, ya el arquerito me habilitaba como salida y me daba
órdenes, no crea yo que por ser más grande no me iban a exigir compromiso,
actitud e intensidad.
Seguimos jugando y por un rato lo olvidé. En otra
maniobra cerca de mi lateral, un purrete habilidoso me hizo pasar de largo y
—como tenía zapatos y había pastito húmedo— volé de espaldas a la avenida
Paysandú y golpeé mi cabeza contra una piedra. De repente, vi todo fundido a
negro. Como cuando el alma quiere irse y deja un montón de penumbra detrás.
Pensé, me sentí obligado a pensar en cosas oscuras: Una letrina de mi casa
vieja, el cine Colón, las arañas del galpón de La Industrial, el pelo en rodete
de la chica que me gustaba, la tapa de Metallica y —sucesiva en la mente— un tema
del disco posterior: Bleeding me. Acaso porque era de mis canciones favoritas y
porque —me dijo alguna vez un viejo heavy— la Muerte tiende a simpatizar con el
grito sombrío y penumbroso del metal pesado. No le creí, pero tenía razón, por
qué no. Hay algo de crepúsculo en la esencia del Rock and Roll.
Poco a poco volví en mí. Había risas, pero también
había sangre y un latido enloquecido en mi cabeza. Empecé a ver más negro y un
temblor me sugirió mantenerme acostado. Entonces la figura se movió, como se
mueve un mamífero del infierno. Era algo así como un perro, o un lobo. Era el
Cuco, como nunca antes lo había visto. Era un monstruo agresivo, aún en su
pasividad. Nada de amistoso había en el espantajo, y no parecía que supiese
hablar. Gruñía grave mientras se me iba mostrando, detrás de las zapatillas de
los pibes que me rodeaban para burlarse o apiadarse de mí. El Cuco se
desperezaba, se hinchaba en su lomo, se hacía forma. Le vi el pelo hecho púas
sucias, le vi los dientes del color del óxido, le vi las patas abiertas de
heridas. Me estremecí. Los pelos de la nuca y del brazo se me hicieron agujas.
Y no dudé en levantarme de un tirón, dispuesto a gritar y correr. Cuando lo
hice, los chicos se asustaron y retrocedieron un poco. Entonces el bicho se detuvo,
retrocedió al muro y volvió a sentarse.
—¿Qué le pasó, don? —me interrogaron. Apenas los
escuché, pues el dolor palpitante como de bomba, ahí en la parte trasera del
cráneo, me deshizo el equilibrio. Caí de rodillas, con dificultades motrices y
de habla. En ese momento, el Cuco se despertó otra vez. Y entendí que me quería
tendido, para venirme a buscar. En plena confusión de sentidos, algo me
ilustró: Ese espantajo era el Cuco, pero trabajando para alguien más. Acaso
para la Muerte, ¿por qué no?, me dijo una científica al otro día. Pero no quise
creerle, de puro cagazo. Prendido a los hombros breves de mis compañeros y
rivales de turno, les rogué que no me dejaran caer. Entre todos, me levantaron
y me dieron una botella de agua. Pude componerme, pero los latidos de cabeza
seguían.
Entonces apareció el linyera, y me asusté. Dos Cucos,
me dije. Y podría ser. Esa noche, todo podría ser. El ciruja pasó tambaleando
feo, de borracho o de malestar. Y era obvio que, en algún momento, se iba a
caer. No me quedaron dudas cuando el Cuco de atrás del arco se hizo un ovillo,
se pegó al suelo y se deslizó como culebra detrás de él. Quise gritar,
advertirle al pobre tipo, pero ni siquiera sabía su nombre, ni siquiera podía
gritar.
—Qué mal está, don. Vamos a su casa —me dijo alguno de
los tantos que me rodeaban, y que eran incapaces de ver lo que yo.
Quise llorar, pero no me salió nada. Me dolía mucho la
cabeza.
—Póngase una papa en la frente y un vaso con agua
volteado en el remolino, téngalo ahí que no se vuelque, y trate de dormir
sentado —me dijo una vecina, que los pibes reconocieron como una de las brujas
oraculares. No le creí a los vagos, pero a la tipa quise creerle. Así que fui a
casa, saqué la papa que hacía de antena de TV, le quité las agujas de tejer, la
partí en gajos y me hice un electroencefalograma con ellas, me puse el vaso en
el centro y me quedé quieto.
Luego, me dormí.
Esa fue la segunda vez que vi al Cuco, como se ve a la
Muerte.
La primera, no la recuerdo.
Y en ese estado de agitación, me recordará usted que
yo lo supe: Eso que vi, que estaba viendo, era el Cuco y era la Muerte misma,
ambos bebiéndose la esencia de ese hombre tal vez ya cadáver, a pesar de los
esfuerzos de los demás. Y tiene usted razón, ensañado lector: Claro que yo
percibí el miedo, como nunca en mi vida y por primera vez. Porque sé que yo vi
al Cuco como si fuera la Muerte. Y eso es algo que el espantajo no me va a
perdonar jamás. Y sé que me anda buscando para pedirme explicaciones, ofrecerme
un trato o —simple en la mente— hacérmelas pagar. Porque usted no sabe, ajeno
lector. No sabe que el Cuco me busca hasta en mis sueños, cuando en la oniria
vaga, entre árboles blancos, nieblas y calaveras lo veo dormir: El ronquido
grueso espantando a los pájaros, el lomo hirsuto levantándose como fuelle ante
la nerviosa respiración. Y en un momento, le cuento que a pesar de todo mi
pánico yo me acerco a su cubil. El Cuco levanta su cabeza y me mira. Y yo sé
que esos ojos me hablan en sueños, aunque no puedo recordar qué me dicen.
O quizás sí.
Es el lenguaje de las pesadillas que no se puede, o
acaso no es conveniente traducir.
No ha pasado mucho de esto. Estoy en la esquina del Tanque, donde todo empezó. Aguardo por el cole, o finjo eso. Sabe usted, mañoso lector, que en verdad espero por el Cuco. Desearía no verlo una tercera vez. Pero lo sé inevitable. Entonces, salgo a buscarlo yo. Aún sospechando que acaso eso ya ha sucedido, que ya quizás nos volvimos a cruzar, pero yo me lo confundí con uno de los tantos oscuros que vagan el Pabellón. Tal vez me esté sucediendo ahora, y no lo esté reconociendo en esa jauría que despedaza bolsas de basura que los municipales no recogieron ayer. Podría ser también esa cabeza amorfa que me cogotea desde la terraza del monoblock 1, mientras aprovecha para flirtear con alguna víctima adolescente. Porque yo al bicho lo veo en todos y en ningún lugar. Y así me es imposible saber dónde me espera o de qué manera terminará todo esto.
Quizás ya me haya vuelto un alucinado.
De qué otra forma si no, podría sobrellevar este
destino de cuenta regresiva, que se me configura cada día, en cualquier calle,
y carga el peso del miedo, de la incertidumbre o de la mustia resignación. Una
vez que el Cuco se viste de Muerte y te apunta, dicen, no hay vuelta atrás. Por
eso, lo quiero encontrar. ¡Que suceda de una puta vez!
Pero me dirá que sigo mintiendo, suspicaz lector. Me
dirá que la sola idea de volver a ver a la Muerte en la piel del Cuco me aterra
hasta la parálisis. Y que usted sabe, sabe que en realidad espero por alguien
que pueda darme alguna esperanza, alguna referencia de sus inquisiciones, de su
modus operandi. Una miserable pista sobre cómo evadir su rostro, su siniestro
proceder. Y sabe también que si ahora estoy en esta esquina es porque espero
por las viejas que se juntan hoy —como cada 6 de junio— se juntan a leer la
falsa biblia de los Yaguá, en la cortada del Tanque, en la esquina de la
manzana B.
Le digo, tiene razón. Es lo único que me resta, lo
único que he conseguido recabar después de noches de atroz insomnio, de
plegarias de Rosario en mano, de confesiones de sudor frío, lágrimas de espanto
y rodillas temblorosas.
En el Pabellón ya me dan por demente y nadie me lleva
mucho el apunte. Sin embargo, tal vez para que cesen un poco mis epilepsias
babosas, el catequista Nino me ha confesado haber conocido algunos infelices
que han visto a la Bestia. Lo han visto hasta siete veces, antes de desaparecer
para siempre. Y siete veces son muchas veces. ¡Podrían ser setenta veces
siete!, ha exclamado, blandiendo sobre mi cabeza la Biblia y la Cruz.
Lejos de pensarlo como un alivio, le he gritado si
sabe de alguien que se encuentre en mi misma situación. Colgado de su cuello,
le he pedido por alguno que viva y pueda contarlo. Ni él ni ninguno de sus
amigos exorcistas me han sabido —o han preferido no— responder. Ya fuera de
todo credo, me han sugerido que vaya y pregunte por las viejas oraculares.
Nadie mejor que ellas para interpretar el barrio y las cosas que se mueven
dentro y alrededor. No le creí, pero quizás debería intentarlo. Para mí esas
señoras no eran más que un grupo de jubiladas, de esas que salen a la vereda a
intercambiarse chismes, lecturas sacrílegas y bizcochuelos de vainilla. Pero de
pronto, se han convertido quizás en mi última o única oportunidad.
De modo que —por si las moscas— hoy 6 de junio me vine
para la parada, que sigue siendo el mejor lugar para esperar. Lo que fuera que
debiera suceder.
Y las viejas al final suceden.
Serán cerca de las 15 cuando percibo movimientos en la
cortada. A carcajadas las escucho salir —porongo y azúcar en mano— a instalarse
en sus mecedoras, bajo el árbol de palta hembra. De pronto, la gente que hasta
hace nada pululaba alrededor, desaparece una a una. En un segundo el Pabellón
se vacía. Y yo me quedo solo. Y empiezo a pensar que quizás sea cierto eso de
que cuando las brujas se juntan, las calles tienden a evaporarse. Eso de por sí
ya me da escalofríos. Y no sé qué corchos hacer. Las tipas están ahí, a escasos
33 metros, y yo me revuelvo entre acercarme a su logia o rajarme al carajo de
una buena vez. Estoy en una encrucijada:
Qué hago… ¡Qué hago y la puta que lo parió!
—Va al cementerio, ¿no?
Las doñas me miran, se hacen señas entre sí, escupen
algo como tabaco y siguen pasándose el mate, hablando en un guaraní tan cerrado
que se confunde con el celta medio o el musulmán umbanda. Comprendo el fracaso
al que me arroja la cobardía, la tristeza que me usurpa la vida. Y ya no
soporto más. Volteo para irme. Justo en ese instante, me toman por el brazo y a
mis espaldas nace una voz.
—Sí. Vos sos el portador de la sombra— me dice la que
parece más joven, pero también más sabia. Y me aprieta la carne y me clava sus
uñas de extenso negro. Me hace gemir. Le siento la fuerza del trance. Es tanta
que me paraliza los músculos, me obliga a crispar la vista, las muelas, a ir
clavando mis rodillas en el suelo postrándome delante de ella. Un pavor
enloquecido me trabaja las entrañas. Porque mientras desciendo, asciende un gruñido
a lo lejos y ahí cerca la vieja joven me acerca la cara. Le veo algo cuando me
mira, como si sus ojos negros tuvieran la capacidad de reír.
—Vos portás la sombra—me repita como en ecos de
abismo.
—La… ¿La sombra?
—La visión de Cuco —pronuncia peligrosa. Y me suelta
como disolviéndose. Luego se agita, hace unos movimientos como de espantamoscas
y se acurruca en su sillón. Se recluye en un canto de oscura cuna, como quien
amadrina un secreto. Y yo me quedo viéndola, sin poder levantarme. Vuelve a mí
el gruñido, esta vez menos lejano. Entonces, veo a un perro horrible y muy
negro cruzando la calle, a una velocidad incomprensible. A nadie persigue y por
nadie es perseguido. Es tan rápido que podría no ser un perro... Podría ser…
Cualquier cosa. ¿Y eso qué mierda es? El pánico me obliga a ponerme de pie,
para después quedarme ahí, entumecido y laxo, sudando frío como una botella en
el barro.
— ¿Y eso qué mierda quiere decir? —balbuceo
alborotado, a todas, a cualquiera. Las doñas me miran. Me obligo a buscar una
salida.
—Eso que me dijo ella. Eso que pasó por allá. Eso que
—Algunas cosas es mejor no saberlas —murmuran las
viejas a coro, a oraciones de rosario, mientras se abanican a la sombra,
hamacándose breves, mirando a la distancia como se mira cuando nadie existe. El
rechinar de las mecedoras, o de los dientes míos, es un sonido a hueso seco que
se amortigua en la siesta.
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