Track 4: Perder también es un final
Perder también es un
final
Después del grito, Constanza voltea. La envuelve un insultante silencio. Una rabia quieta. Su actitud es una furia que retrae las sábanas a sus pies. Poli la observa, de espaldas, desnuda. De pronto, todo en ella es hermoso. El amado tatuaje de la nuca, los bultitos de su columna vertebral, la cima de sus nalgas al viento, el calor que Poli le recuerda de siempre, desde que la conoció. Siempre pasando de un estado al otro. Constanza, hace un instante fuiste un estruendo privado. Ahora sos una muñeca de carne inmóvil, dormida. Pero que habla, cortante, mirando la pared.
—Andate, Poli.
Algo en ese pedido mudo le confiere al cuarto un rumor
difuso, como de canción original que, sin embargo, ya ha sido escuchada. Muchas
veces. Muchas. Y repite otra vez.
—Andate...
Polilla no se va, pero ya la extraña. La rebeldía de
su piel se le revela, se le ofrece en forma de obsequio tierno y a la vez
infame. Con ira temerosa, se sienta cerca, la quiere tocar. Ante el breve roce
de dedos, el hombro cetrino se le retrae. El pelo se le vuelve una máscara que
le niega el dilema de su mirada oscura. El cuerpo, los brazos, las piernas se
le acurrucan, toda ella a la defensiva, convertida de pronto en algo parecido a
un trozo de abstracto concreto.
—Andate, te digo.
Poli murmura algo, acaso un principio de queja, que ni
él consigue entender. Opta por un silencio pegajoso, inquisidor. Un gemido
apagado —como de llanto escondido— le corrobora la inutilidad de los actos,
casi una firma, la misma firma de siempre, que viene a sellar una circunstancia
irreversible.
—Andate, Poli. ¡Andate de una puta vez!
Poli se levanta, entre muecas de angustia. Se aleja
lento, a pasos tibios. Se planta en la puerta y espera. No sabe por qué.
Espera. Espera algo, una señal, un llamado, un plap plap de pies descalzos.
Algo. Pero nada pasa, como nunca pasa nada. Y piensa Poli que esta vez, como
tantas otras veces, esta vez nada más sucederá.
—Me voy, Constanza.
Es la despedida número no sé cuánto. Pero ésta puede
ser la última. Por una cuestión de fe simbólica, de ruedas de fortuna o de
números cabalísticos. Y de eso se trata siempre. De un presentimiento
devastador que le asegura la incertidumbre. ¿Y yo qué puedo hacer? Polilla abre
la puerta, respira vacío y sin quererlo se va.
—Ojalá te vuelva a ver.
Siguiendo un impulso definitivo, se arroja al pasillo.
Un frío terminante lo pone a tambalear. Se siente mal. Salir a las galerías es
como entrar a un laberinto tenebroso. Las paredes, los mosaicos, el techo raso
se mueven todos ante sus pasos. Lo van escoltando, lo abuchean, le gritan
verdades difíciles de esquivar.
«La perdiste, Poli, sos un desastre. Es el final.»
Ahora Poli quisiera volver. Pero algo le empuja más
lejos. ¿Qué es ese algo? ¿Quién dijo que las cosas que terminan deben cerrarse
así? ¿Quién inventó la agonía de las despedidas? Poli desearía volver. Pero ya
no existe eso del retroceso. Tampoco hay una voz, la de Constanza, que lo
detenga. Ella es un cuarto quieto, un cuerpo mimetizado, una cama de pesadillas
del que ya nada más despierta. Se duerme como epílogo de libro o última
canción. De esas que le sentencian: Es mejor salirse, es mejor.
Poli sale a las calles. Mientras camina largo,
recuerda mirar hacia arriba, como le enseñó su madre. «Nunca te ciegues, Poli.
La respuesta está en la caricia del sol.»
Pero el cielo es una bolsa nublada, que le sofoca
oscuridad.
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